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Crímenes de odio

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La Comisión Interamericana de Derechos Humanos cuenta con una bien ganada reputación en la recopilación e interpretación de datos relevantes a las agresiones contra los derechos humanos. El gobierno de Colombia, por igual, ha sabido ganarse el respeto del país por haber armado y operado una institucionalidad robusta para la defensa de estos derechos, en un país invadido por movimientos que atentan contra ellos de manera sistemática.

Por ello resulta cuesta arriba hacerse de una idea clara de cuánta razonabilidad contiene el informe emanado de la CIDH luego de las protestas que mantuvieron al país en ascuas durante los meses de abril, mayo y junio que dejaron un saldo de heridos, muertos, secuestrados y un daño sustantivo a la economía.

La referencia en el informe a testimonios de particulares sobre tratos crueles, inhumanos y degradantes que podrían configurar casos de torturas pone sobre el tapete posiciones subjetivas frente a los hechos de parte de sujetos interesados. Estos testimonios no pueden ser deleznados, si duda, pero de allí a que la Comisión afirme poder calificar sobre esa base a la reacción oficial como excesiva y desproporcionada en el uso de la fuerza, hay un trecho importante.

La calificación de los actos de violencia observados como “acciones basadas en género, con base en la discriminación étnico-racial, contra periodistas, contra misiones médicas; irregularidad en los traslados por protección, denuncias de desaparición, el uso de la asistencia militar de manera inadecuada” luce algo inconsistente, sobre todo cuando el propio informe asegura “no contar con información sobre instrucciones u órdenes de altos mandos para cometer esas violaciones de derechos humanos. Por lo tanto, no puede hablar de una sistematicidad en ellas”.

Al no configurarse estos hechos como violaciones originadas en actos institucionales sino más bien como el producto de actuaciones torcidas o criminales de los individuos -uniformados o no-, las recomendaciones de la Comisión al gobierno de Iván Duque lucen por igual, desproporcionadas. Es que en el aparte referente a las acciones a seguir, la presidenta de la Comisión, Antonia Urrejola, efectúa 40 recomendaciones a cual más invasivas. Por ejemplo, insta a los actores gubernamentales a evitar cualquier perspectiva militar “separando a la Policía y a su Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) del Ministerio de Defensa para garantizar una estructura que consolide y preserve la seguridad con un enfoque ciudadano y de derechos humanos”.

En donde la CIDH si pone el dedo en la llaga es en el hecho de que el país neogranadino atraviesa un clima de polarización en el que es corriente encontrar discursos estigmatizantes, además de la infiltración de grupos vandálicos en todos estos eventos violentos.

Así pues, una posición poco apegada a hechos objetivos y unas recomendaciones fuera de lugar que no corresponden a los objetivos de este órgano del sistema interamericano, no pudo recibir una reacción diferente de parte del gobierno.

Lo que el país fue obligado a presenciar y a sufrir fue un muy bien articulado movimiento insurreccional desestabilizador que en nada se compadecía con los reclamos de los particulares o de las instituciones que promovieron las marchas pacíficas.

Fue más que razonable la posición de Iván Duque al anunciar que “la Policía seguirá siendo parte del Ministerio de Defensa porque así es como mantiene una coordinación con todas las fuerzas y puede cumplir labores humanitarias y de protección”.

Pero más que nada, el jefe del Estado fue refractario frente a la velada sugerencia de ser tolerante con la criminalidad instigada y promovida desde afuera con el fin de minar las instituciones democráticas, lo que fue la característica resaltante de ese triste episodio.

No deja de ser inquietante el momento que vive el hermano país colombiano. Detrás de estas revueltas insensatas y tergiversadas por órganos de tanto nivel como la CIDH, se esconden movimientos fraguados en la oscuridad capaces de promover crímenes de odio para provocar una reacción institucional susceptible de ser interpretada como brutalidad policial, lo que es fácil de confundir con violaciones de derechos humanos.

 

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