La dramaturgia venezolana tiene entre sus baluartes a un grupo de mujeres que a lo largo del tiempo cimentaron un invaluable aporte a la escena. El arduo camino contó entre sus iniciadoras a Polita de Lima, quien a finales del siglo XIX publicó obras que aunque no fueron estrenadas en su época sí marcaron un antecedente. En la década de los años cuarenta de la pasada centuria se produce el despertar de este género con Lucila Palacios, quien alcanzó un rimbombante éxito con la pieza Orquídeas azules, obra de carácter musical y orquestación sinfónica en la que participaron notables artistas de ese momento. Es a partir de 1950 que ocurre la irrupción de Ida Gramcko, Elisa Lerner y Elizabeth Schön, quienes abren espacio a la feminidad y la modernidad en el teatro venezolano. Posteriormente surgen Mariela Romero, Pilar Romero y Xiomara Moreno, dramaturga imprescindible y de mayor importancia en la autoría contemporánea. Más recientemente aparece el trabajo de Indira Páez y Karin Valecillos. En el presente, de entre el interesante conjunto de autoras, destaca Elizabeth Yrausquín de Postalian, quien desde su multidisciplinario talento alimenta el arte escénico con fascinantes creaciones.
Desde la infancia, para Elizabeth Yrauquín el crear fue un don afín a su conexión con la vida; el barro, generoso entre sus manos, se transformaba en artesanías propias de Paraguaná, su tierra natal cuajada de ventarrones. La pintura, la escultura y hasta la magia, fueron caminos que también exploró con intensidad en busca de un lenguaje que le permitiera expresar sus agitadas inquietudes. A pesar de su estrecha relación con el arte, abrazó la medicina como carrera universitaria, convirtiéndose en cirujana, movida por el interés que sentía por la piel, los órganos, los huesos, todo aquello que es un recinto para el alma y que, de niña, le despertó una fascinación que ella recreaba, habilidosa, en vistosas muñecas de trapo.
Si bien el tiempo con frecuencia sepulta el ardor propio de la juventud, también algunas veces va moldeando lentamente el destino y este finalmente se abre rumbo, indetenible. Como estudiante de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, y de la mano de respetados maestros, ocurre “el llamado”, como Yrausquín lo identifica: “Todo cambió cuando conocí a Nicolás Curiel, Luís Chesney y Xiomara Moreno; ellos me mostraron el teatro, uno desde la raíz de su inventiva, el otro desde la profundidad de su alma, y ella desde su analítica y aguda contemporaneidad”. Esto dio inicio a una prolífica relación de esta autora con el escenario, actividad que no solo la vincula como escritora sino que al frente de su grupo Asklepión, abarca roles de productora, diseñadora y realizadora de vestuario, y directora, dedicando su vida a ser un tributo a la creación.
Yrausquín, como un meticuloso escalpelo, se adentra en el tejido dérmico de la historiografía, se hunde acuciosa en las entrañas de algunos significativos personajes y los extrae del polvoriento trance del tiempo para exponerlos como frescos lienzos que luego maduran a la luz y a la sombra, en una relación contigua en la que convive con ellos entre los rincones, en solariegas azoteas y, principalmente, en una íntima complicidad. Ella logra enfatizar la esencia humana de los espectros, ubicándolos en lo mundano, seres que, desnudos de su relevancia fáctica, se nos muestran cercanos.
Rasputín, Goethe, Pedro de Portugal, Inés de Castro, van Gogh, son algunos de los personajes a los que esta escritora falconiana les ha otorgado voz. En sus obras destaca la solvencia con los que esculpe los perfiles de aquellos seres que transitan en su dramaturgia, a los que hace regresar para obtener una anhelada redención, logrando redimensionar su pasado en una nueva existencia.
Luna Roja; Sherezade: La mujer del vestido de plumas; Girasoles de silencio; Lisístrata vuelve arrecha; Amapola de maíz; El diablo sagrado; Delirio en Marienbad; De médico a palos a enfermo imaginario (adaptación de Molière), son títulos en los que plasma la condición del individuo que se adapta, se organiza, siente, padece y sobrevive a un remoto origen o ilusorio presente que lo amenaza y del que ella, como autora, los rescata para una revisión contemporánea y así construir una misericordiosa tregua con nuestros temores, espantos que desde los albores de la humanidad se transportan como un soplido en el enigmático firmamento universal.
Entre sus obras merecen especial atención dos títulos que se desenvuelven en la heroicidad de la mujer: Yo, Artemisia Gentileschi: juro, texto que estremece por su telúrica feminidad y que de manera caleidoscópica nos deja ver no solo a una artista que se hizo un espacio en la plástica y en la que figura junto a grandes nombres del arte pictórico, sino que nos conduce por una temeraria ruta desde el oscurantismo con el que se le condenó hasta la idílica restitución que aún aguarda a millones de mujeres que fueron aisladas y coartadas por un sistema que no entendía sobre la fértil creatividad de la fémina en libertad. La casa de barro recrea la voluntad y ese carácter combativo de Josefa Camejo, nombre que reluce en la crónica de la Independencia de Venezuela y que con material vigencia, se levanta como ejemplo de la gallardía y el atrevimiento con los que muchas lucharon para romper el claustro en el que injustamente se les había condenado.
En su más reciente atrevimiento, la figura de Antoine de Saint-Exupéry, escritor de El Principito, será develada desde la seductora visión de esta dramaturga, en La rosa del Principito, montaje que será presentado por primera vez en Caracas en la Asociación Cultural Humboldt los días 27 y 28 de mayo, y 3 y 4 de junio, oportunidad que se nos ofrece para conocer un poco del trabajo de esta autora y su estética, en la que el ser humano cobra una dimensión enmarcada en lo sublime.
En Venezuela las mujeres han consolidado un vital espacio en el arte, rompiendo con los añejos patrones que restringieron la expresión de sus motivaciones. La obra de Elizabeth Yrausquin de Postalian marca un punto de inflexión en el contexto escénico nacional, invitándonos a la reorientación de lo que somos, no como individuos separados con esquemas, etiquetas o géneros, sino como humanos. Su teatro parte del armonioso equilibrio con que se nutre y que pródiga, sin falsos apegos, en una lírica que nos lleva a la profundidad sanadora del indomable viento.
@EduardoViloria