Con la aparición del COVID-19 y su expansión por todo el mundo surgieron toda clase de predicciones sobre las consecuencias de la pandemia en la economía mundial, los movimientos sociales, los sistemas políticos y las relaciones internacionales. Dos años más tarde estamos constatando la presencia y efectos de muchas de ellas. Y es que, tal como se planteaba ya en 2020, la crisis del COVID-19 aceleraría ciertas tendencias y sobre todo crearía otras nuevas, causando mucha incertidumbre acerca del modelo que podría surgir a partir de este punto de inflexión.
Por un lado, se hablaba del impacto en la sociedad: en los niños que perdían el ritmo y contacto escolar, en los ancianos, muchos aislados por razones de bioseguridad, en la aparición de una nueva cultura laboral con la expansión del teletrabajo y el uso masivo de plataformas digitales para conferencias, eventos, y reuniones de equipos, y sobre todo, los efectos del confinamiento en cada persona de cara a sus dinámicas personales y familiares.
Aunado a ello, y adentrándonos en los aspectos sanitarios, se desataron las carreras por importar tapabocas y gel hidroalcohólico para proteger a la población, y se inició una desesperada carrera por conseguir fórmulas que permitieran desarrollar vacunas de forma masiva al tiempo que se instauraban distintas medidas de bioseguridad alrededor del mundo.
Del lado de los aspectos económicos, se cerraron puertos y fronteras junto con centros de producción paralizando la economía y el comercio mundial, así como afectando severamente las cadenas de suministro. Las economías desarrolladas constataron por primera vez en muchos años, cómo estas alteraciones causaban escasez hasta de los productos más básicos. En el 2020 no había un consenso sobre los posibles efectos inflacionarios de la pandemia en lo inmediato, pero sí en el mediano plazo, así como los peligros de una recesión mundial que podía avizorarse si se prolongaban las restricciones al movimiento de personas y el regreso a la “normalidad”. En cuanto a las tasas de interés, en sus inicios se hablaba sobre todo de mantenerlas bajas para estimular la economía, pero en la medida en que se evidenció la escasez tanto de productos como de la fuerza laboral, se concretó su tendencia al alza. Como consecuencia de todo lo anterior, la producción local y el comercio regional asumieron un protagonismo olvidado por años.
En buena parte de los países con sistemas democráticos consolidados y de larga trayectoria, se debatía de manera crítica acerca de la ampliación del poder del Estado debido a la emergencia sanitaria y su impacto en las libertades individuales producto de las medidas de control y vigilancia, lo cual podría,a su vez, resultar en una disminución del espacio cívico y las libertades económicas. No pocos analistas asomaban una progresión de los conflictos internos en los países mediante movimientos sociales e ingobernabilidad, causando caídas de gobiernos fruto de las presiones que la crisis habría impuesto a muchos de ellos, incluso llegando a plantear el surgimiento de nuevos hombres fuertes y un repunte del populismo.
A nivel internacional, se evidenció una falta de liderazgo, así como una suerte de individualización de las políticas. Cada gobierno asumía sus medidas sanitarias y económicas de acuerdo con sus intereses, pero sobre todo sin sopesar la necesidad de coordinación. La ONU, la OMS y otras organizaciones se vieron rezagadas y cuestionadas severamente. Se aceleró el debilitamiento del multilateralismo, y el fortalecimiento tanto del mercantilismo de geometría variable como del multipolarismo, dificultando todavía más las capacidades de acción conjunta.
A estas tendencias, todavía muchas de ellas presentes puesto que no hemos salido de la pandemia (y más bien nos encontramos ante un repunte de los casos) se le sumó un nuevo escenario que también tomó por sorpresa a buena parte del mundo. La invasión a Ucrania supuso la necesidad de un reacomodo de las alianzas internacionales y la profundización de la inestabilidad económica debido a las sanciones impuestas a Rusia, pero sobre todo a las disrupciones que la guerra ocasiona al comercio mundial, en particular en lo que se refiere a la venta de hidrocarburos ruso, y de cereales y otros productos agrícolas provenientes tanto de Rusia como de Ucrania amenazando tanto a los países vecinos como a muchos países en África y América Latina que dependen del trigo y las oleaginosas importadas de estos dos países en conflicto.
Pero en la sumatoria de escenarios globales, nos encontramos, una vez más, además, frente a los efectos del cambio climático, por lo que vemos cómo mientras que en Estados Unidos y Europa se extiende una peligrosa sequía que afecta cultivos y bosques, en otras partes del globo han habido serias inundaciones causando cuantiosas pérdidas económica y humanas.
Inflación, escasez, incertidumbre alimentaria y política, mercados laborales en movimiento, aumento de la pobreza y las desigualdades, son un cóctel perfecto para que caigan gobiernos por vías democráticas o por la acción social. Los ciudadanos sometidos a desasosiegos e inquietudes durante un tiempo prolongado suelen tener menos tolerancia frente a los decisores políticos, o frente a sus representantes. Más aun cuando éstos parecen no darse cuenta de los estragos que todas estas situaciones causan en la población y prefieren jugar a la resistencia, intentando mantener sus viejas fórmulas y costumbres.
Lo vimos hace unas semanas en las elecciones legislativas de Francia en las que los extremos tanto de izquierda como de derecha se vieron favorecidos en las urnas, y más recientemente, lo vimos con las renuncias de los Primeros Ministros Boris Johnson en el Reino Unido y Mario Draghi en Italia, y del Presidente de Sri Lanka, Gotapaya Rajapaska. Aunque nada de esto parece haber sorprendido demasiado a los analistas políticos internacionales ni ocupado mucho centimetraje en los medios de comunicación, y en cada caso se aluden como las razones inmediatas pleitos internos o disputas de egos, fiestas, desacuerdos entre las distintas fuerzas políticas, presión popular debido a los desaciertos en la conducción del país y la corrupción, lo cierto es que los motivos subyacentes que están presentes en cada caso son los mismos que afectan al mundo entero.
Por eso hay que evaluar con detenimiento estas renuncias y confirmar si podríamos esperar ver otros jefes de Estado o de Gobierno descender del poder o perder su mayoría parlamentaria: ¿podría esto ser una nueva epidemia, esta vez política, síntoma, entre tantos otros, de un cambio global? Es aun temprano para saberlo con certeza, y desgraciadamente un evento opacaa otro, lo cual dificulta el análisis. Pero en tiempos de cisnes negros, en el caos que precede este nuevo orden mundial que se define, lo que sí queda claro es que se abren nuevas oportunidades y por supuesto nuevos peligros que afectarán la política interna de los países de manera radical.
Mientras sabemos, podemos observar la evolución de los acontecimientos o podemos además actuar para tratar de incidir en ellos.
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