Los primeros cien días de gobierno constituyen un lapso clásico ante el que gobernantes, fuerzas opositoras y analistas se centran para evaluar lo andado. Se trata de un ejercicio que se sitúa a medio camino de la rendición de cuentas y de la propaganda. También sirve para constatar si lo que se avizoraba tras el triunfo electoral y el momento de salida, una vez configurado el nuevo gobierno, ha consolidado las proyecciones realizadas. Pero, así mismo, es útil para contrastar lo acaecido en un determinado país con las dinámicas gestadas en el vecindario. ¿Se consolidan tendencias regionales? ¿En qué medida es cierta la idea de que cada país es excepcional?
En el ámbito latinoamericano, Costa Rica es un país que llama poco la atención y que mantiene tres características que hacen de él un caso insólito. Su democracia es la más longeva de la región puesto que durante siete décadas elige periódicamente a sus gobernantes de manera ininterrumpida. Desde 1949, tras una breve guerra civil, no cuenta con Fuerzas Armadas. Y, de manera constante, los diferentes índices que evalúan la calidad de la democracia lo sitúan entre los países más avanzados de América Latina. No obstante, sus últimas elecciones trajeron consigo la convalidación de pautas del quehacer político comunes en la vecindad.
En el marco de democracias fatigadas, definidas por el malestar de la sociedad con la política y la galopante crisis de la representación que se ceba sobre todo en el desempeño de los partidos políticos cada vez más numerosos, volátiles y con identidades múltiples y discontinuas, Costa Rica constituye un caso que, al romper con ciertas prácticas del pasado, como era el bipartidismo y la pervivencia de una clase política tradicional, se engarza plenamente con los nuevos tiempos de la política. Una época en que, además, el denominador común y exponencial de lo digital configura escenarios novedosos que han roto los marcos relativamente estables existentes hasta hace apenas un par de lustros.
Hay cuatro elementos que componen una pauta que cada vez es menos ajena en una región en la que hay una clara constante que es el presidencialismo como forma de gobierno. En primer lugar, el candidato vencedor es alguien ajeno a la vida política habitual del país, con una experiencia muy reducida en los manejos del Estado y con habilidades políticas por demostrar. Este puso en marcha un gobierno y una administración pública en lo relativo al millar aproximado de cuadros de confianza, reclutando al personal mediante criterios de cooptación nada claros.
En segundo término, la relación del nuevo presidente con el universo partidista es lejana y puramente instrumental. Primero porque el partido político que en su momento fue un mecanismo necesario para articular la candidatura, se convierte en una camisa de fuerza de la que poco a poco el nuevo mandatario se aleja. Y, después, porque la muy reducida fuerza parlamentaria del partido en cuestión resultado del tímido impulso electoral recibido en la primera vuelta de la elección presidencial ―hubo 25 candidatos― le aleja de constituir una mayoría parlamentaria. Tras la toma de posesión, el presidente, gracias a los recursos del poder con que cuenta, comienza a construir un grupo de apoyo sobre la base de adhesiones individuales.
En tercer lugar, la clase política tradicional, que cuenta en su haber con años acumulados de desprestigio como consecuencia de un rosario de corruptelas, impunidad e incapacidad de conectar con las nuevas generaciones, suministra inconsciente argumentos para que el nuevo Poder Ejecutivo pueda construir un discurso alternativo. Además, el refugio de aquella en los medios de comunicación tradicionales y, en ocasiones, su connivencia con élites intelectuales contribuye a que el nuevo relato se nutra de una lógica “popular” que no deja de verse acompañada con sectores empresariales afines al gobierno.
Finalmente, alentado por el manejo de un protocolo de comunicación en manos de expertos, el presidente desarrolla una agenda mediática donde destaca el manejo de la polarización afectiva en una lógica de amigo-enemigo favorecida por el presidencialismo. Para ello, la gestión de las redes sociales es fundamental, así como, en su caso, el uso de cuentas ficticias que ayudan a alcanzar elevadas tasas de popularidad. Por otra parte, la comparecencia semanal tras las reuniones del gabinete en las que no suelen permitirse segundas preguntas o peticiones de aclaración a las respuestas iniciales marca la agenda política semanal.
El presidente Rodrigo Chaves, alejado del país durante 3 décadas y hoy con una tasa de aceptación del 70%, es una imagen vívida de los primeros 100 días de la política actual de Costa Rica que proyecta un estado de cosas identificado con los aspectos señalados más arriba. Pero no lo es menos su pareja política de hecho, la durante años muy popular comunicadora Pilar Cisneros, hoy diputada estrella de la Asamblea Legislativa. Esta le aportó un enorme caudal de votos gracias a su notoriedad, y que, incapaz de manejar espontáneamente la oratoria parlamentaria, usa en sus intervenciones congresuales un teleprompter adquirido con fondos propios.
Todo ello constituye un escenario similar al existente en otros países latinoamericanos que se aboca hacia el peligroso estadio de fatiga crónica, acentuado en la región tras la pandemia y la presente crisis económica, y que puede ser antesala de una dramática desinstitucionalización. Un orden político al borde del precipicio dominado por el extremo personalismo de líderes narcisistas, el desdibujamiento de los partidos en un ámbito societal de identidades múltiples, así como de paroxismo individualista, y el desarrollo exponencial de la sociedad digital con sus nuevas formas de interacción, de acceso a la información y de imperio del algoritmo.
Manuel Alcántara es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca y de la UPB (Medellín). Últimos libros publicados (2020): “El oficio de político” (2ª ed., Tecnos, Madrid) y coeditado con Porfirio Cardona-Restrepo «Dilemas de la representación democrática» (Tirant lo Blanch, Colombia).
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