El Estado, que es la quintaesencia de Venezuela tanto ideológica, deontológica, como administrativamente, no lleva estadística alguna. Semana atrás, después de más de tres años de silencio, el Banco Central emitió un boletín con los índices de inflación y la caída del producto interno bruto, nadie garantiza que los números fuesen ciertos, pero como cifra referencial sirven para desarrollar algoritmos sobre la capacidad de mentir y el ejercicio del poder sin atenerse al ordenamiento jurídico.
No hay cifras oficiales de nada, las que presentan no se ajustan a ninguna metodología ni siguen rigor normativo alguno. Son caprichos o groseras manipulaciones de la realidad. Las estadísticas que suministran las organizaciones no gubernamentales pudieran estar más cerca, pero sobran las razones para dudar. No manejan todos los números ni todos los hechos. Sin datos concretos no es posible atender a los necesitados, comprar la cantidad de vacunas que se necesitan ni envasar la sal que se requiere. Por ahí empezó el gran fracaso de la economía centralizada, del socialismo, de la utopía de Marx que ha resultado de tanta utilidad para que los delincuentes se apoderen del poder y los honrados por el miedo al qué dirán no los derroquen y encarcelen como merecen. Cada burócrata informaba a Moscú la cifra de producción que quería escuchar el jefe, no la verdadera. Los números del general jefe de Sidor contradicen la realidad.
Quizás la cifra más escandalosa es la que se refiere a la cantidad de personas que han muerto víctimas del hampa, de procedimientos policiales improcedentes, de la represión, de los asesinatos extraconstitucionales y del sicariato oficioso. Supera con creces la cantidad de muertos que hubo en los cinco años que duró la Guerra federal, una de las más crueles y sanguinarias del continente, y la invasión de Afganistán por la Unión Soviética, que duró diez años y la población de Moscú ni la teleaudiencia de Pravda TV recibió nunca un parte con los muertos en alguno de los cuantiosos enfrentamientos con los muyahidines. Los partes se limitaban a mostrar cómo el Ejército rojo sembraba árboles, construía escuelas y vacunaba recién nacidos en Kabul, un adelanto a los fake news del siglo XXI, como lo fue también el retoque fotográfico soviético, casi similar a las maravillas que hacen ahora con las computadoras y los milagrosos programas fotográficos.
La casi totalidad de la población de Rusia, como del resto de las quince repúblicas que constituyeron la URSS, desconocía qué ocurría realmente en la guerra que libraron casi 1 millón de jovencitos soviéticos contra quienes se oponían a la implantación del comunismo en una nación creyente y apegada a tradiciones milenarias, azuzados por radicales extremos, como los talibanes.
En el libro Los muchachos de zinc, la periodista Svetlana Alexiévich narra cómo entre 1979 y 1989 el régimen soviético se empeñó en su más devastador fracaso, tanto que se relaciona con el derrumbe del Muro de Berlín y el desplome de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Primero los soldados que se habían ofrecido como voluntarios a llevar el socialismo a otras tierras; después los familiares que recibían los restos de sus muchachos en maltrechas urnas de zinc, y por último la burocracia constataron que la guerra era un gran error, y que eran víctimas de un gran engaño. El poderío ruso era tan falso como las noticias de la TV que tanto les hacían reír. Todo era una gran estafa, menos la muerte.
Luego de veinte años de guerra contra el capitalismo emprendida por una coalición de truhanes que utilizó los altos precios del petróleo, el endeudamiento y el remate de las riquezas para, con prebendas y “mi casa bien equipada”, convencer a la población de que con el socialismo vivían mejor y todos podrían raspar cupos en el exterior y tener camionetotas como las que lucían los militares en el estacionamiento del Central Madeirense de Los Próceres, el país atraviesa una crisis humanitaria inconmensurable que parece tan eterna como lo repiten los medios oficiales, pero tan falsa como un remitido soviético.
Ido el supergaláctico, vuelto polvo cósmico por la cavernícola medicina cubana, los resultados del anticapitalismo empezaron a aflorar y hasta el propio Jorge Giordani se percató en su tontera del gran yerro cometido y del inmenso robo habido. El país fue desinstitucionalizado, su capacidad productiva destruida, su industria petrolera desmantelada y sus “empresas básicas” saqueadas por los mismos trabajadores y sindicatos –poder obrero– que clamaban su nacionalización. Ahorcaron las universidades, pulverizaron el incipiente sistema de salud y convirtieron a los generales cinco estrellas en funcionarios de quinta categoría y en babia, pero el país sigue vivo, entero. La sorpresa será universal. Como en el caso del régimen ruso, el comunismo soviético, se escuchará: “Si era tan fácil, ¿por qué no lo hicimos antes?”. Vendo capítulo de la historia sin terminar.
@ramonhernandezg
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