En todos los Estados ocurren actos de corrupción dentro de la estructura de la administración pública, lo plausible, es que las instituciones reaccionen frente a dichos actos mediante los sistemas de control, entre los que se encuentra el sistema de justicia y especialmente el sistema penal. Sin embargo, desde mi perspectiva, no habría mejor reacción frente a estos delitos que la interpelación ciudadana, el rechazo unánime de la sociedad, es más doloroso para el que lo sufre, pero también dice mucho de los valores que inspiran a una comunidad. En Venezuela, el corrupto es para algunos hasta un modelo a seguir, a veces olvidamos todo el mal que han causado.
Pero no nos vamos a referir en estas líneas a hechos de corrupción aislados, que, si bien afectan varios bienes jurídicos merecedores de protección, no llegan a afligir gravemente los derechos humanos de las personas. Esas aflicciones generales a los derechos de las personas, ocurren en el caso de la denominada “gran corrupción” que, aunque es aún un concepto en construcción, ya está claro que tiene características propias que merecen una mirada más amplia desde múltiples aristas.
Cuando se estudie en cualquier lugar del planeta el concepto de “gran corrupción” y su relación con las gravísimas violaciones de los derechos humanos de las personas, lo ocurrido en Venezuela a partir de la llegada de la revolución chavista al poder, tiene que ser el gran referente sin duda alguna. La pobreza en sí misma, y especialmente en los casos en que es inducida por un modelo político, se convierte en un mecanismo que restringe el disfrute y realización de los derechos humanos. La pobreza como premisa del sostenimiento del poder, impide el acceso a las formas de autorrealización que edifican la dignidad de las personas.
Transparencia Internacional intenta explicar la gran corrupción como los actos cometidos en los niveles más altos del gobierno que involucran la distorsión de políticas o de funciones centrales del Estado, y que permiten a los líderes beneficiarse a expensas del bien común. Es obvio que en este plano nos encontramos frente a la denominada macrocriminalidad, que en este caso se ejerce desde el poder, con ánimo de lucro, de forma sistémica y con total impunidad. La institucionalidad se transfigura y deja de cumplir sus objetivos constitucionales, para ponerse al servicio de la organización criminal que saquea con saña los recursos del Estado a costa del sufrimiento de los ciudadanos.
Ha dicho la Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos, que la corrupción tiene un efecto destructivo en las instituciones estatales y en la capacidad de los Estados para respetar, proteger y cumplir los derechos humanos, especialmente de aquellas personas y grupos en situación de vulnerabilidad y marginación. La corrupción y los flujos financieros ilícitos asociados suponen un gran reto para muchas sociedades, ya que desvían ingresos públicos y paralizan los presupuestos públicos que deberían proporcionar asistencia sanitaria, vivienda, educación y otros servicios esenciales, socavan la capacidad de los Estados para cumplir sus obligaciones básicas mínimas y sus obligaciones legales preexistentes de maximizar todos los recursos disponibles para respetar, proteger y cumplir los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC). Además, socavan el funcionamiento y la legitimidad de las instituciones y los procesos, el Estado de derecho y, en última instancia, el propio Estado.
No es casual que, en nuestro país, la ausencia de democracia y la corrupción vayan de la mano. El desmontaje de las instituciones formó parte de los actos preparatorios del gran saqueo, pues con instituciones independientes y al servicio del bien común, no era posible llevar a cabo un plan criminal de tal envergadura.
Para dimensionar este vínculo indisoluble entre corrupción y derechos hay que pensar en los proyectos de vida afectados por este fenómeno. Las vidas perdidas por los hospitales proyectados que no se concluyeron o quedaron destruidos por unos pocos que se robaron los recursos destinados para ello. O en el caso de los niños y adolescentes que no pudieron seguir estudiando por el hambre, que debieron salir a trabajar para ayudar a sus familias, o que se quedaron sin maestros ni útiles escolares frente al caos generado por el desfalco de los recursos públicos. O la aflicción de estar por horas y días sin electricidad, sin agua o sin gas, por la depredación implementada desde el poder a las entidades dedicadas a prestar estos servicios.
Ninguno de estos hechos es casual, se trata de una crisis diseñada para el dominio de la población. La vulnerabilidad que genera la pobreza, es caldo de cultivo para el autoritarismo, los autores y partícipes de estos hechos no son sólo corruptos, sin duda han contribuido con su participación a la comisión de los crímenes de lesa humanidad ocurridos en el país, pues los asesinados, torturados, perseguidos, desaparecidos y encarcelados, lo son en virtud de haber alzado la voz frente a la dignidad pisoteada por la dictadura.
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