Por muy prudente, cordial y afectuosa que sea la venezolanidad, no se concibe dialogar con bandidos, y la historia está repleta de ejemplos de que el delincuente solo negocia cuando está sin alternativas, rodeado de armas apuntándolo para liquidarlo y que, como el chantajista, si le pagas un dólar después querrá diez, si le entregas un dedo te pedirá el brazo.
Con agravantes tentadores como el dinero para los cubanos del castrismo, presencia geopolítica y petróleo para rusos, chinos e iraníes, además de oro y otras alegrías, la excitación orgásmica de restregarles a los estadounidenses que están a la cercanía de misil, y que tienen un sólido puente para ampliarse hacia el resto del continente.
Entretanto, la cordial dejadez nos involucra en un enfrentamiento no tan amable entre bandas criminales, pero seguiremos esperando hasta que se asusten y espanten lo suficiente para considerar la mala imagen de invasores como algo menos importante que su propia seguridad.
De los temas favoritos de muchos, especialmente de un amigo creador publicitario que escribió campañas para contenidos tan diferentes como cigarrillos, líneas aéreas, alimentos, era la cordialidad del venezolano. Lo que aquella extraordinaria Viasa tan mal sustituida por Conviasa llamaba “simpatía”, recordamos con melancolía y añoranza lo que observamos hoy a nuestro alrededor, hasta para ponernos una multa el fiscal de tránsito actuaba con educación, gentileza y amabilidad.
Eso está cambiando, no solo la preocupación generada por el coronavirus, la cuarentena y sus restricciones, sino en especial por el progresivo desmoronamiento de la esperanza cuando comprendemos que estamos en manos de caudillos –estultos e imbéciles– que solo lo son de nombre, incapaces que como los Borbones ni olvidan ni aprenden, dirigentes idiotas que rechazan la universidad y experiencia, cuando estamos en manos, apuntados por las armas de quienes ven en la corrupción una forma honesta de vida.
Obviamente, es difícil ser amable, afable, educado, sociable, en un país que se desploma en medio del fracaso, que cae de la esperanza en la riqueza a la certeza de la miseria, donde cualquier tunante malandrín predomina con chequera llena, vehículo blindado y esbirros abriendo camino; cuando cada mañana amanecemos con menor poder de compra, poseer una tarjeta de débito es la plastificación de la pobreza y una de crédito fantasma del pasado. Es difícil relucir sonrisas en un país así, en el cual tener electricidad y agua pasó de servicio confiable a un milagro sorpresivo, donde Internet es un privilegio o un costoso contrato, e ir al hospital público es jugarse la vida y uno privado un lujo de pocos elegidos.
Cortesía y urbanidad característica que permitió la estulta singularidad de una nación conquistada con el apoyo del país invadido, por increíble que parezca. La quietud iletrada de un pueblo afable, dicharachero, cuyos ciudadanos condescendieron pacíficos de cómo un sinvergüenza, experto encantador de serpientes cortejó a un militar de segunda, esencialmente ignorante, creyente en brujerías, anhelando y soñándose predestinado a ser el Simón Bolívar contemporáneo, para que entregara los recursos venezolanos.
El narcisista se atragantó con el relato del viejo bribón, la flauta mágica hipnotizó al muy creído y sus oídos se deleitaron placenteros al escuchar: “estás llamado a grandes obras en América Latina”. Infló su ego a más no poder, que, explotado, cayó babeado en su regazo y garfios. Había que reemplazar la ausencia soviética. Y los venezolanos pendejos y confiados: “no vale yo no creo”, sucumbieron mansos.
Aún así seguimos siendo cordiales los venezolanos, confianzudos, colaboradores, solidarios, ocurrentes, un gran pueblo muy mal gobernado, pésimo gobierno de egoísmos, falta de moral y ética, represión sobre los ciudadanos que mereciendo algo mejor, optó permisivo entusiasmado por seductores embustes y mentiras tentadoras de hechiceros para terminar aplastados por la petulancia de la incapacidad, arrogancia de la ineptitud, amenaza letal de la pandemia y enfermedades endógenas hace tiempo desaparecidas, olvidadas o controladas, que ahora, como fieras hambrientas de un zoológico abandonado, salen a la calle a desgarrar conductas y devorar inocentes.
Ya la simpatía del venezolano no puede ser tema habitual, con la angustia, desazón y desesperanza es difícil hacer buena publicidad. Y la tristeza no vende.
Puede ser que la esperanza sea lo último que se pierde, pero lo que jamás podemos dejar al olvido es el equilibrio, orgullo y compromiso de ser libres. Y para eso no necesitamos comunas sino derechos y deberes de ser venezolanos auténticos, no de improvisados ególatras e imbéciles sino de ilustres como Simón Bolívar, Andrés Bello y José María Vargas.
@ArmandoMartini