Tras dos semanas de negociaciones en la ciudad egipcia de Sharm el Sheikh, la cumbre global del clima COP27 terminó —una vez más con resultados insuficientes— el 20 de noviembre. La meta de impedir que la temperatura supere los 1,5 °C de los niveles preindustriales se mantiene en papel desde hace siete años. Sin embargo, el Plan de Implementación Sharm el-Sheikh, que se acordó, no incluye mención alguna sobre la reducción del uso de combustibles fósiles. Es decir, hay objetivo sin plan.
La cumbre se salvó de un fracaso porque los países en vías de desarrollo lograron asegurar, después de décadas de esfuerzo, un compromiso para la creación de un fondo de compensación por pérdidas y daños. Con este fondo, los países desarrollados compensarían a los países vulnerables por los impactos del cambio climático. ¿Lo prometido? Solo 260 millones de dólares, que ni siquiera se sabe exactamente de dónde vendrán y a qué países estarán dirigidos. Los detalles de esta iniciativa no se ultimarán sino hasta la próxima cumbre. Este compromiso no resulta muy esperanzador, si se considera la incumplida promesa de 2009 de los países ricos de aportar 100.000 millones de dólares anuales hasta el 2020 en financiamiento climático para los países pobres.
Aunque cada vez resulta más claro que poco puede trascender de este tipo de cumbres para resolver un problema de tal envergadura como lo es la crisis climática, resulta interesante observar cómo se configura la dinámica de rivalidad en cuestiones del clima entre los mayores emisores de CO₂ y, a la vez, potencias mundiales, es decir, China y Estados Unidos, y por el otro, el papel de regiones como América Latina, claves en la protección del medio ambiente, y ubicadas en medio de disputas hegemónicas.
En el caso de China, el presidente Xi Jinping no asistió a la cumbre y, en su lugar, envió a Xie Zhenhua como delegado oficial, quien reiteró la postura de ese país e indicó que corresponde a Estados Unidos despejar las barreras que surgieron este año (dada la visita de la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, a Taiwán) para destrabar las negociaciones bilaterales sobre el cambio climático que empezaron en 2021. Sobre el fondo de compensación, China lo apoya, pero no con dinero, y recalcó su condición de país vulnerable afectado por eventos extremos de tipo climático.
Por su parte, John Kerry, delegado del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, centró la atención sobre China y la esperanza de que el gigante asiático esté a la altura de su responsabilidad global. Al final, la “buena noticia” de los dos países más contaminantes del planeta fue un “estamos de vuelta en la mesa para intentar cumplir nuestros compromisos”.
Los desafíos estratégicos de los países latinoamericanos ante el cambio climático
La politización de la agenda climática por parte de los mayores emisores del mundo resulta preocupante. Frente a ello, es necesario un reposicionamiento estratégico de América Latina y el Caribe, más aún en el actual contexto de crisis superpuestas (alimentaria, energética, geopolítica, económica y de deuda).
Es bien sabido que América Latina y el Caribe no actúan como un actor unificado en las negociaciones sobre el clima. Sin embargo, se rescata de esta COP27 el comunicado conjunto que presentó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) durante las negociaciones sobre el tema del financiamiento climático.
Otro aspecto que salvó a la región de la invisibilidad fue la participación del presidente entrante de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, quien, además de anunciar planes nacionales para Brasil (cero deforestación y la creación de un Ministerio de Pueblos Indígenas), dejó el mensaje, para muchos esperanzador, de que “Brasil está de vuelta”, a fin de reposicionarse como actor proactivo en asuntos climáticos. Por otro lado, los presidentes Gustavo Petro, de Colombia, y Nicolás Maduro, de Venezuela, propusieron una gran alianza para proteger la selva amazónica y relanzar el Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA).
No resulta claro si la reconfiguración de fuerzas en la región hacia la izquierda y la posición, esta vez más coordinada de la Celac, impliquen una futura agenda regional climática o un posicionamiento común frente a los países desarrollados. Por supuesto, es alentador saber que la época de negacionismo climático en Brasil, desde el plano gubernamental, tiene los días contados. Pero ¿cómo podrá el presidente Lula da Silva conciliar una agenda climática con los intereses de la agroindustria en el país y su poderoso lobby? Similar reflexión aplica para el resto de los países latinoamericanos dependientes de la agroindustria y de vínculos cada vez más estrechos con China en el sector de las materias primas.
* Este texto fue publicado originalmente en la web de Redcaem
Doctora (c) en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en el Instituto Alemán de Estudios Globales y Regionales (GIGA) y en la Universidad de Hamburgo. Maestra en Relaciones Internacionales, por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede Ecuador.
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