Winston Churchill habría dicho jocosamente en alguno de sus discursos que la democracia es el peor sistema de gobierno, con la excepción de todos los demás. La democracia es una forma de organización del Estado que auspicia la toma de decisiones colectivas mediante fórmulas de elección directa o indirecta de sus representantes legítimos. Se trata pues de una figura de gobierno justa y aceptada por todos los ciudadanos, sean o no simpatizantes de quienes hayan obtenido la mayoría del voto popular. La alternabilidad en el ejercicio de la función pública es uno de los fundamentos de la democracia –de allí su aceptación generalizada–. Ella supone la posibilidad real de que aquellos que ostenten una determinada investidura, sean periódica y libremente ratificados o relevados en sus funciones –las reelecciones indefinidas o el subterfugio de los extremismos totalitarios, contravienen el principio de alternabilidad democrática–. En la democracia esencial –aquella que supera los lineamientos meramente formales, entre ellos y principalmente la celebración de elecciones libres–, la participación ciudadana es el factor que determina los cambios deseados por las mayorías ciudadanas en ejercicio de sus derechos políticos.
La polarización política urdida en los radicalismos ideológicos, las aventuradas manifestaciones identitarias, la segregación social y la pobreza extrema que agobian a los menos favorecidos, así como también las deficiencias nutricionales y las fallas en los sistemas de educación y de salud pública, se inscriben entre los problemas que contribuyen a empeorar el desempeño de las democracias en nuestro mundo contemporáneo –naturalmente, también lo hacen las fallas de gestión, la corrupción de funcionarios y el continuismo de las políticas públicas desatinadas–. Ello ha dado cabida a un nuevo modelo de acción política que pretende adueñarse del poder público a través de elecciones libres, para seguidamente desmantelar el sistema democrático desde dentro –una práctica predecible y que como hemos visto, viene siendo alternativa eficaz frente a las tradicionales revoluciones violentas y golpes de Estado de todos los tiempos–. En definitiva, se fraguan regímenes populistas de tendencia totalitaria, sustentados en prédicas demagógicas usualmente impregnadas de contenidos apocalípticos. Lo grave del caso, es que son muchos países los que hoy retroceden y caen en las fauces de extremismos antidemocráticos –ello incluye naciones industrializadas y avanzadas, como demuestran los hechos–.
Venezuela enfrentará el próximo año un decisivo proceso electoral, llamado a concretar la voluntad de cambio político ya expresada y ratificada por las grandes mayorías –recordemos el 22 de octubre–. Nuevamente nos tocará elegir nuestro destino como nación que desde 1811 quedó impregnada de un sentimiento republicano aún predominante en la mente social colectiva, a pesar de tantos contratiempos y desencuentros históricos. El ambiente político aparece dominado por sentimientos de abandono, humillación, miedo y también fundadas esperanzas de alcanzar tiempos mejores. Son muchos los que perdieron la confianza en el sistema democrático como posibilidad, cayendo en el inmovilismo provocado por un sentimiento de resignación impotente –de allí los niveles de aprensión para con los procesos electorales–. Hay quienes decidieron sumarse a la corriente política dominante, solo para sobrevivir a los tiempos y preservar sus contestados intereses materiales. Otros contra viento y marea han sostenido principios y valores irrenunciables, manteniéndose al frente de sus responsabilidades profesionales, académicas y empresariales con toda honestidad. Las grandes mayorías desamparadas todavía aman, sufren y esperan, como diría el maestro Rómulo Gallegos. Y los compinches del oficialismo se mantienen aferrados a un debilitado poder público que no ceden por razones supuestamente existenciales. Todo ello, sin olvidar a los millones de migrantes y refugiados, nos plantea como sociedad nacional, un muy diverso panorama emocional de cara al año 2024.
En el caso venezolano, ha quedado demostrado que la democracia no ofrece protección real contra las tentaciones extremistas de ciertas minorías rabiosas que, por algún golpe de suerte o coyuntura propicia, acceden al poder público ofreciendo redimir a los desposeídos. Afortunadamente las emociones son cíclicas y todo indica que ese mismo pueblo sufrido y ávido de mejores respuestas ha resuelto impulsar una nueva causa de transformación nacional. Un proceso exigente y azaroso ante la manifiesta debilidad institucional que nos abruma.
Como venezolanos de buena voluntad, estamos conminados a retener fundadas esperanzas en nuestras reales posibilidades como nación –siempre han estado allí, a pesar de tan malos tiempos y errores cometidos no solo por la dirigencia de turno, sino además por los ciudadanos que dieron crédito a las falacias del vendedor de milagros–. La salida de la crisis es asunto de orgullo y además de confianza en nuestra propia identidad; también disposición a interactuar afirmativamente con quienes expresan ideas propias y sentimientos diversos –i.e. el abandono, la humillación, el miedo a que hicimos referencia en líneas anteriores–. El propósito común no es otro que aclarar la esperanza en nuestras capacidades políticas, económicas y sociales.
Hoy se dicen muchas verdades sobre los factores nugatorios del sosiego social. Aislar los resentimientos y otros motivos de conflicto no es tarea fácil dada nuestra naturaleza humana. Auspiciar un mejor ambiente de inclusión y de tolerancia recíproca, sin duda contribuiría a superar los miedos e innecesarias rivalidades que enrarecen el ambiente político –naturalmente, sin dar puerta franca a la impunidad–. Es allí donde podría fraguarse un espíritu de cooperación entre personas e instituciones llamadas a compartir un mismo interés y propósito: superar la crisis política, económica y humanitaria que nos envuelve. Y es que la cooperación entre ciudadanos –siempre que no interfieran los prejuicios a veces infundados–, termina siendo esencial al funcionamiento de la democracia, cuando se trata de lograr un beneficio mutuo –allí emerge la visión de Estado que deben adquirir todos y cada uno de los actores políticos–. Un sentimiento que no anula el espíritu de competencia ni la razonable búsqueda del interés personal. Cuando se trata del bien de la comunidad, suele aparecer el consenso ciudadano de la manera más espontánea. Así las cosas, la cooperación en lugar del conflicto puede ser el camino de la reconciliación nacional que tanto necesitamos.
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