Veinticinco años de un diario e intenso aprendizaje no es poca cosa. El discurso del poder ha permeado eficazmente en todos los sectores dirigentes, monopolizados los medios más accesibles de comunicación pública que no permiten contrarrestarlo suficientemente, añadidas las insólitas limitaciones culturales para ensayar un contradiscurso fuera del obsesivo spot publicitario, las hueras consignas, o las frases digitalmente laboratorizadas.
Tendemos a sospechar del complejo tratamiento de los problemas hasta por una congénita incomprensión del resto de los mortales, resueltos y decididos a cultivar una cómoda banalidad así ostentemos medianas o altas responsabilidades políticas. Además, asistimos al fenómeno opositor que un amigo señala como el de una megalomanía sin poder, por una parte, despreciando las prácticas, el procedimiento, la operatividad y, en definitiva, el obrar político macerado por muchos años, sin ofrecer alternativas; y, por otra, actuando cual secta religiosa afianzada por relaciones primarias de simpatía o antipatía personales.
La presuntamente imparable desinstitucionalización de la vida política, únicamente favorece a quienes detentan formalmente el poder, pero – librándolos de responsabilidades – la ya arraigada creencia de que solo el derribamiento inmediato, repentino y, por supuesto, espectacular, nos releva o dice relevarnos mientras tanto de la denuncia profunda de los problemas que nos aquejan, y el planteamiento de soluciones que vayan más allá de las meras circunstancias capaces de ocultar otras y más perniciosas aristas. Un balance de las más disímiles columnas de opinión sobre el asunto esequibano, en los dos últimos meses, nos muestra un porcentaje muy mínimo de aportes creativos de legos y entendidos que seguramente concitaron la atención de los curiosos lectores, en contraste con una mayoría contundente de aquellos que trillaron el tema por moda, deslizándose una que otra nota escolar que, por supuesto, no obedecía a ejercicio pedagógico alguno.
Pensar hoy con la urgida convicción y mentalidad de Estado que ojalá fuese vocación en última instancia histórica, significa reintegrar al obrar político una dimensión que se hizo característica y tradición en la Venezuela del siglo anterior, y que, a modo de ejemplo, no por casualidad, hubo líderes que igualmente adquirieron una extraordinaria experticia en materia petrolera y laboral al mismo tiempo que recorrieron incansablemente todos los municipios y parroquias del país. Poco o nada haremos si a las habilidades tácticas, las destrezas comunicativas y demás que son propias del activismo en el mundo real o virtual, no sumamos una poderosa intuición, un indispensable conocimiento y un inspirado sentido estratégico para ir más allá de la punta de la nariz.
Nos cautiva la situación observada en las postrimerías del gomecismo con el destino del ejército y otros componentes afines, porque nadie podía asegurarles la continuidad en los términos que prodigó la larga dictadura al crear la Academia Militar, pero que también la eliminó cuando lo juzgó conveniente y necesario. Así, sorprende la atención dispensada a una realidad completamente inédita por dirigentes que no llegaban a la treintena de edad y, desde la más activa oposición, principiando 1936, fueron capaces de descubrir y reivindicar la institucionalidad castrense y de augurarle un destino democrático, a través de un manifiesto seguramente leído y comentado a viva voz en las incansables tertulias de un país predominantemente analfabeto.
Por estos tiempos, está consagrado un peligroso oficio de supervivencia, como el de los colectores del transporte público urbano, hombres y mujeres, mayores y menores de edad, cuya brega es diversa y cotidiana, urgida y angustiosa, apacible y violenta. En nada debe perjudicarlos plantear sus problemas a la luz del derecho del trabajo y sus instituciones, como de la radical flexibilidad laboral encubierta por una retórica populista, dejando por sentado que ellos jamás lo comprenderán y que la dirigencia política democrática que se atreva tampoco encontrará audiencia, por lo menos, hasta que ocupe la correspondiente cartera ministerial y tome todo su tiempo en la designación de una copiosa burocracia.
La realidad actual está ahí, al frente, intacta, interminablemente padecida, para ser escrutada, interpretada y superada, aunque – pueriles – nos resignemos a la versión del socialismo no menos real de esta centuria, confiados en el solo milagro de un derrumbe que autorice el estudio y la determinación de transformarla. Convengamos, resignación inaceptable trastocada la trivialidad en una pereza militante e incapaz de cuestionar el mundo, gustosa de los oropeles del poder establecido.
@luisbarraganj
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