Era la tarde del 31 de diciembre de 1955. En el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México aterrizó el avión que me llevaba al exilio, dispuesto por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Me esperaban mi hermana Teresa y su esposo, temporalmente residenciados en esa ciudad, además de algunos compatriotas que ya habían sido desterrados con anterioridad.
Se me informa que ya era costumbre de que dirigentes de los partidos venezolanos recibieran el nuevo año en la casa de Rómulo Gallegos. Una nutrida y variada representación del exilio acompañó al gran novelista esa noche de despedida de año. Fue para mí motivo de complacencia y honor, después de haber transcurrido siete años del derrocamiento de su gobierno, ver de nuevo a quien en sus novelas puso a andar el pueblo en busca de sí mismo y de su destino. Dados los abrazos de bienvenida al año que acababa de entrar, se alzan las voces pidiendo “¡que baile el maestro Gallegos!”, en medio de la música celebratoria que se hacía oír. Recuerdo nítidamente, a manera de anécdota, que, para atender la solicitud, el ex-Presidente pidió que en el sistema de sonido se pusiera la canción, muy popular en ese entonces, conocida con el nombre de “El manisero”. Y el autor de Doña Bárbara bailó, entre aplausos y sonrisas.
Posteriormente, fueron muchas las reuniones, de análisis y comentarios políticos o de simples charlas sociales, que se compartieron con Rómulo Gallegos. El 20 de mayo de 1956, con motivo del primer aniversario del accidente automovilístico en el que perdió la vida el poeta Andrés Eloy Blanco, el exilio venezolano celebró una asamblea en la capital mexicana, en la que intervinieron Rómulo Gallegos y Gonzalo Barrios. Retengamos parte del discurso, que a todos nos emocionó, del insigne novelista: “A un año de tu luz -préstame tus hermosas palabras, Andrés Eloy, para que en mi voz palpite tu espiritual presencia imperecedera entre nosotros- de la serena claridad que fuiste, brutalmente extinguida en una de nuestras más negras noches… El acto que aquí hoy celebramos rindiéndole honor a la memoria de Andrés Eloy Blanco, es una profesión de fe; pero no sería completa ni auténtica si nos limitáramos a alzar el elogio en torno al alto ejemplo que él nos dejó sin aplicarle nuestra diaria conducta para copiarle la elegante manera con que él cumplió su deber hasta sus prosteros momentos».
El 13 de septiembre, de ese mismo año 1956, Acción Democrática (AD) cumplió 15 años de su fundación. El órgano de los desterrados venezolanos de Acción Democrática en México era la publicación periodística titulada Venezuela Democrática, de cuyos 15 números aparecidos entre 1955 y 1957, José Agustín Catalá hizo una edición facsimilar en enero de 1983 en Caracas. En el número 10 de esa publicación, hay un extenso comentario sobre el acto de los 15 años que Acción Democrática cumplió, cuando en el país imperaba la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
Como Rómulo Gallegos, en el discurso que pronunció en esa ocasión, se refirió generosamente a mi persona, estuve tentado a suprimir tal referencia, pero para no incurrir con esa mutilación en una falsa modestia, y pidiendo, desde luego, las excusas correspondientes, decidí transcribir textualmente parte de la glosa del acto recogida en Venezuela Democrática, lo que hago de seguidas: “En México, el partido organizó un acto conmemorativo de la fecha inicial en el Ateneo Español…En representación de la España republicana habló el ingeniero José Luis de la Loma…Por el partido lo hicieron los compañeros P. B. Pérez Salinas y Carlos Canache Mata. Clausuró Don Rómulo Gallegos con las palabras que a continuación insertamos: ‘En las invitaciones impresas para este acto se ha incurrido en el error…tipográfico, de incluírseme entre los oradores que tomarían parte en él, cuando en realidad yo no vendría sino a cumplir con la obligación insoslayable del acto de presencia en la conmemoración de la fecha inicial del partido político al que pertenezco –hizo quince años ayer- y a pronunciar apenas las palabras de clausura de esta reunión. Porque las de Acción Democrática ya lo estaban bien confiadas a Pedro Bernardo Pérez Salinas, auténtico representante en aniversaria fecha de la incorporación de la clase trabajadora al cabal y consciente ejercicio de los derechos políticos y al doctor Carlos Canache, de la brillante y fogosa porción de intelectualidad y de juventud que contienen nuestros cuadros –sin que esto signifique que yo no le reconozca a mi querido compañero Pérez Salinas ni brillo de inteligencia, que bien cultivada tene la suya mediante disciplinas meritísimas, ni tampoco fuegos de juventud, aunque bien los disimule. Ellos han expresado el pensamiento y el padecimiento de Acción Democrática que hace ocho años vienen llenando las cárceles antihumanas de Venezuela o allá se mueve manteniendo el espíritu de resistencia en los abrigos zozobrosos de la clandestinidad o al amparo de otras banderas cobijadoras de dignidad, como aquí la de México generoso, sobrellevamos destierro’ ”.
Un día cualquiera de ese año 1956, el esclarecido Maestro se me acerca y me dice que el doctor Rafael José Nery, también residenciado en México, le había ordenado reposo por 15 días, debido a haberle diagnosticado una crisis hipertensiva, y que se le controlara diariamente la tensión arterial y la temperatura, y que él (el doctor Nery) iría por las noches a ver los resultados y constatar la evolución de su estado de salud. Me preguntó si podía hacerle tal control (yo era médico recién graduado, después fue que obtuve el título de abogado), respondiéndole que para mí sería un honor. Todas las mañanas, por 15 días, cumplí la tarea. El tercer día quiso referirse ampliamente al golpe de Estado del 24 de noviembre que derrocó al gobierno constitucional que presidía. Recuerdo que, palabras más, palabras menos, el escritor me dijo: “El ministro de Defensa, teniente coronel Carlos Delgado Chalbaud, hizo lo posible por impedir el golpe, pero al darse cuenta de que este era inevitable, se plegó a Pérez Jiménez y se perdió para la historia; él fue un traidor pasivo, no un traidor activo”. Hay que recordar que Delgado, después de la muerte de su padre en la expedición del Falke contra Juan Vicente Gómez en 1929, fue acogido en la casa de Rómulo Gallegos cuando este vivía en el exilio en Barcelona, España, y lo protegió como a un hijo (este le pedía la bendición). Aunque en el liderazgo político nacional, muchos creen que el escritor es generoso al juzgar la conducta de Delgado en los sucesos del 24 de noviembre, la mayoría de los historiadores sostienen que no lo es, y, hasta el propio Pérez Jiménez ha informado que, cuando se le planteó el golpe, “al principio Delgado continuó diciendo que había que ver, esperar, aguantar. Le hicimos ver que ya no se podía esperar más y en síntesis le dijimos: o usted asume la dirección o nos veremos obligados a apartarlo… Finalmente se convenció y dijo: los acompaño, vamos a proceder. Y entonces se ordenó desde los mandos naturales de las Fuerzas Armadas tomar las disposiciones militares necesarias para cambiar el gobierno de AD” (Agustín Blanco Muñoz (1983). Habla el General. Caracas. Editorial José Martí. Págs. 79-80). Es más, Juan Liscano, en su libro Rómulo Gallegos y su tiempo (Monte Avila Editores C. A. /1969/Pág. 178), escribe: “Trasladado (Gallegos) de su hogar a la Escuela Militar, quedó detenido por el Estado Mayor felón. El gobernador de Caracas, general Celis Paredes, le visitó un día, en gestión amistosa, pero también veladamente semioficiosa. Se trata de encontrar qué hacer con el ilustre detenido. Celis Paredes le preguntó si desearía regresar a su casa de Los Palos Grandes. Gallegos comprendió que detrás de aquella pregunta estaba el comandante Delgado Chalbaud, cuyo empeño durante la crisis había sido el de lograr que Gallegos quedara de presidente, pero plegado al Estado Mayor insurrecto (es decir, aceptando las condiciones que se le pretendían imponer, nota mía, de CCM). La respuesta del novelista presidente no dejó lugar a dudas: ‘Dígale a su comandante que hasta el 19 de abril de 1953, en Venezuela, no hay sino dos sitios para mí: el palacio presidencial o la cárcel”.
Rómulo Gallegos murió, a las 2:20 de la madrugada del 5 de abril de 1969, en los brazos de sus hijos Sonia y Alexis. A los 25 años de su fallecimiento, el Senado de la República acordó, por unanimidad, el traslado de sus restos mortales al Panteón Nacional, donde está el cenotafio abierto, esperándolos. Sigue compartiendo, en el Cementerio General del Sur de Caracas, tumba común con Doña Teotiste, su amada esposa. Le había pedido a su hija Sonia, que mientras estuviera viva, no permitiera que lo separaran de ella. Por eso, el cenotafio no guarda aún los restos del ilustre novelista.
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