Rosa María Payá, quien sigue los pasos de su legendario padre, Oswaldo Payá, promotor del Proyecto Varela, desde Cuba Decide reclama el derecho al voto libre de sus compatriotas. Propone la vía de un plebiscito, una consulta popular vinculante. Sostiene que la voluntad popular así expresada es capaz de hacer ceder a la dictadura sexagenaria de la isla y abrirles la experiencia de la democracia. La acompaña el optimismo de la voluntad.
Para que su empeño no quede atrapado, observando a Venezuela, por la trampa constitucional de los regímenes hipócritas y cultores de la mentira: que usan la Constitución aviesamente para frenar a sus enemigos y la violan para permanecer en el poder, en diálogo que sostenemos le digo metafóricamente que su plebiscito, en buena hora, lo ha comenzado el Movimiento San Isidro. Rompen cadenas desde la resistencia bajo la guía de hombres y mujeres del arte y la cultura. Sus huelgas de hambre, sus encuentros para dibujar el país con el que sueñan, y las persecuciones que sufren cubren las páginas internacionales. Expresan una consulta veraz e innovadora sobre el sentimiento general y compartido de los cubanos en su lucha por la libertad.
Su padre, de forma pionera, inicia en 1998 una recolección de firmas que llega a más de 11.000 en 2002 para exigirle al régimen un plebiscito como medio para regresar a la democracia desde la democracia misma, mediante la reforma de las leyes dictatoriales. Recibe el Premio Sajarov del Parlamento Europeo y en 2004 Castro le tira las puertas en la cara. Más tarde lo asesina. Rosa María asume ahora su compromiso y lo empuja, a la vez que denuncia el «teatro del referéndum» organizado por Miguel Díaz-Canel para aprobar la nueva y pétrea Constitución cubana comunista. Quien la desafíe, reza el texto, puede ser fusilado por el propio pueblo. Lo celebrarían los jacobinos de la Revolución francesa.
Los plebiscitos son motivo de polémica entre los constitucionalistas. Lo explica Ángel Garrorena a propósito del referéndum para la transición española. Los revolucionarios franceses, discípulos de Rousseau, sostenían que los representantes elegidos por el pueblo eran meros proyectistas de leyes que no adquirían vida sino cuando el pueblo, directamente, las aprobase. Se recrea, así, la democracia directa de los griegos e imposible de realizar en el mundo contemporáneo salvo en circunstancias de excepción. Mientras los suizos dejan en manos del mismo pueblo la iniciativa referendaria, sus vecinos, los franceses la sujetan a las alcabalas del poder constituido.
La dialéctica entre democracia popular y representativa se resuelve a partir del siglo XIX. A partir de la república de Weimar se favorece la representación democrática admitiéndose la consulta popular como eslabón ante la ineficacia de los parlamentos parsimoniosos. Max Weber la califica como “instrumento de desconfianza frente a parlamentos corrompidos”. Todas las constituciones del Viejo Mundo acogen esa complementariedad, consagrada como paradoja en pleno siglo XXI, por la Carta Democrática Interamericana. ¡Y los partidos y parlamentos hacen aguas!
La consulta plebiscitaria, no obstante, ha sido el as de los gobiernos autoritarios y los de vocación cesarista por tratarse de un instrumento simplificado que impide al elector discernir sobre alternativas o juzgar las particularidades de un paquete cerrado de ideas que se le ofrece. Debe tomarlo o rechazarlo. No por azar Honoré Daumier, en célebre caricatura suya del mismo siglo XIX, ante la pregunta de un campesino a su alcalde sobre el significado de la palabra referéndum, este contesta que es la expresión latina de “Sí”.
De Gaulle, por ende, dirigiéndose a los franceses después de invitarlos a plebiscito en 1961, afirma que es él a quien han de contestarle, pues se trata de una cuestión entre él y su pueblo. Eso hace Hugo Chávez cuando al margen de las instituciones convoca al pueblo, para evitar negociar dentro del Congreso electo junto con él en 1998. Luego repetirá hasta la saciedad la frase de Napoleón cuando llama a consulta popular: “Solo es posible o esto o yo, escoged”. Si no soy yo, agregaba, viene la catástrofe.
Pues bien, las consultas o referendos o plebiscitos son técnicas neutras, pero técnicas preferidas por los políticos autoritarios interesados en simplificar las opciones del pueblo, limitándolo en su discernimiento –ese que solo tiene lugar en elecciones informadas, donde se confrontan programas– y obligándolo a decir Sí o No. Es útil, sin embargo, a la hora de superar fuertes divisiones en la opinión pública. Y puede valer y vale mucho como técnica de escape en la democrática representativa, o en el marco de dictaduras según sea el contexto y su sentido finalista.
Para evaluar la legitimidad política de una consulta popular entre demócratas, al cabo habrá de tenerse presente su discernimiento antropológico. Los demócratas verdaderos respetan la dignidad humana del consultado. No lo manipulan ni le ocultan los propósitos utilitarios de la consulta. Seguidamente ha de comprenderse cabalmente su contexto, pues formalmente, como en Cuba, solo son válidos los plebiscitos autorizados por el poder constituido. Pero la historia patria latinoamericana enseña que al desmoronarse un reinado y una constitución vuelve al pueblo el ejercicio soberano, sin más. Fernando VII es el paradigma. De allí que la opción de la consulta, por último, ha de innovar si quiere obviar la petrificación normativa impuesta por el poder y no caer en su trampa.
La resistencia alemana ante el nazismo, no lo olvidemos, logra reconstruir a la nación porque conservó su discernimiento y supo diferenciar entre el derecho «válido» del nacionalsocialismo y su injusticia palmaria. Una recolección de firmas, un acto de movilización efectiva, un ejercicio de voto fuera del control electoral dictatorial es o puede volverse, en la circunstancia, un acto plebiscitario incuestionable, capaz de romper las cadenas.
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