El ideal de una comunidad humana universal viviendo en paz y felicidad perpetuas fue durante siglos el sueño de muchos filósofos, teólogos, juristas y poetas. La visión cosmopolita de los estoicos, la aspiración romana a un imperio sin fin, el ideal cristiano de un mundo unido por la caridad, el anhelo dantesco de una monarquía universal y el proyecto kantiano de paz mundial, entre otras ideas, han contribuido a lo largo de la historia a acrecentar el sentimiento de que todos los seres humanos formamos una única comunidad universal, que integra y trasciende todos los pueblos y naciones.
Desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, a finales del siglo XV, tanto juristas como teólogos, entre ellos la famosa Escuela de Salamanca, se han interesado por las implicaciones jurídicas y morales del posible desarrollo de dicha comunidad mundial. El colapso de la sociedad internacional tras la trágica eliminación de casi sesenta millones de personas durante la II Guerra Mundial puso de manifiesto las debilidades del ordenamiento jurídico internacional nacido en la Paz de Westfalia y confirmado en el Tratado de Utrecht. Aquel orden se basaba en el concepto de Estado-nación soberano como único sujeto reconocido del derecho internacional, y en la idea de la guerra como recurso jurídico para resolver los conflictos, una vez agotados los esfuerzos diplomáticos.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue un punto de inflexión que dio relevancia al objetivo de establecer una comunidad forjada no solo por el interés nacional propio, sino en un verdadero espíritu de hermandad. A él se ha referido el Papa Francisco recientemente en su excelente encíclica ‘Fratelli Tutii’. En este siglo XXI, con el rápido aumento del proceso de interdependencia mundial que llamamos globalización, los antiguos ideales utópicos de unidad humana y paz perpetua se habían convertido en imperativos políticos. En el mundo globalizado de hoy, ninguna comunidad política existente, a nivel local, nacional o supranacional, puede considerarse plenamente autosuficiente ni garantizar por completo la justicia. Existe un ámbito básico de la justicia en su sentido más amplio que sólo puede alcanzarse desde un contexto global. Y sin justicia, no puede haber paz, ni libertad ni felicidad.
El objetivo común contemporáneo de abordar globalmente los problemas que afligen a la humanidad no es sólo una opción, sino un deber moral y político con importantes implicaciones jurídicas. La agenda 2030 constituye un buen ejemplo, por más que haya sido parcialmente envenenada para satisfacer intereses espurios. Problemas globales como las guerras, el terrorismo internacional, el tráfico de armas, el hambre y la pobreza, la corrupción política y económica a escala mundial y los desafíos medioambientales no pueden ser abordados adecuadamente por gobiernos nacionales solitarios o por una comunidad amorfa de Estados en la que el interés propio prevalece sobre el bien común global.
En su complejidad, la comunidad internacional se asemeja hoy a una hidra, la serpiente multicéfala de la mitología griega, con un Estado soberano por cabeza. Su estructura y administración han quedado completamente obsoletas, a pesar de la impresionante transformación del derecho internacional en las dos últimas décadas y del importante papel que están desempeñando la ONU y las instituciones globales, así como ciertas estructuras supranacionales intermedias como la Unión Europea.
No sorprende por ello que en los últimos años haya surgido con fuerza una corriente denominada constitucionalismo global, llamada a jugar un papel determinante en la configuración del nuevo orden mundial. El constitucionalismo global ha captado la necesidad de aplicar a la gobernanza mundial principios, valores, normas, procedimientos y mecanismos constitucionales que hasta ahora solo se aplicaban en los ordenamientos jurídicos estatales. El término denota una forma de pensar sobre la gobernanza mundial que requiere una comprensión más profunda de los fundamentos del derecho internacional y del orden jurídico global aplicando el lenguaje del derecho constitucional. De hecho, el derecho internacional está pasando, al menos en algunos ámbitos, de un paradigma basado en la soberanía estatal y el consensualismo a otro nuevo basado en una constitucionalización progresiva.
El constitucionalismo global defiende la existencia de principios constitucionales fundamentales que pueden y deben aplicarse a nivel mundial, como los derechos humanos, el Estado de derecho, la separación de poderes, la trasparencia y la rendición de cuentas, y apuesta por la creación y el fortalecimiento de instituciones globales que promuevan valores constitucionales y aseguren el cumplimiento de normas específicas en el ámbito mundial. El constitucionalismo global enfatiza la cooperación, la solidaridad y la responsabilidad compartida entre los estados y las instituciones internacionales para proteger bienes públicos globales y abordar desafíos globales como los conflictos armados, el cambio climático, la pobreza, o los flujos migratorios. La prestigiosa revista ‘Global Constitutionalism’ actúa, entre otras, como canal de transmisión de estas nuevas ideas.
Al igual que los principios y valores constitucionales del antiguo derecho romano iluminaron en algunos aspectos el constitucionalismo europeo y norteamericano, así también la historia constitucional romana está teniendo un impacto práctico en la experiencia constitucionalista global. Ya de entrada porque el derecho romano, al ser anterior al nacimiento del Estado-nación en la Edad Moderna, constituye un buen antídoto contra cualquier tipo de constitucionalismo extremo que pretenda extender, sin un necesario refinamiento, el lenguaje y los modos del constitucionalismo nacional para aplicarlos a la comunidad global. Y es que la construcción de un Estado mundial sería, en palabras de Hannah Arendt, «no solo una pesadilla amenazante de tiranía, sino el final mismo de la vida política como la entendemos».
Por lo demás, el Derecho Romano constituye una provechosa fuente de inspiración para el constitucionalismo global emergente por su espíritu cosmopolita, por haber desarrollado un sistema constitucional sin una constitución escrita, por su respeto por la tradición, o por haber desarrollado jurídicamente los principios de necesidad y utilidad. Pero el vínculo más importante entre el derecho romano y el constitucionalismo global es que el derecho romano constituye un excelente antídoto contra el exceso de elementos estatistas, positivistas y soberanistas en la elaboración y el desarrollo del constitucionalismo global. Una vez más, hay que volver al pasado para construir con solidez el futuro.