OPINIÓN

Constitución y espíritu constituyente

por Emilio de Diego García Emilio de Diego García

RAÚL

Dentro de nuestra agitada historia constitucional hemos tenido, en los últimos doscientos años, según se repite estos días, no sólo muchas, sino también muy diversas constituciones; incluso varios casos que quedaron en el intento. En este apartado figurarían, por unos u otros motivos, el texto publicado en Bayona en 1808, a instancias de Napoleón; el Estatuto Real de 1834; la llamada constitución «non nata» de 1856, que la revolución de 1854 no llegó a implantar; y la de 1873 que la I República resultó incapaz de poner en vigor.

En el catálogo de Cartas Magnas españolas figuraría, en lugar privilegiado, la de 1812, tan icónica como escasamente aplicada, pues la «Pepa», moviéndose entre la ilusión y el «trágala», fue más un ideario que un instrumento jurídico-político eficaz. La de 1837 sería el primer ejemplo de un difícil intento de pacto, en las filas del liberalismo, en medio de las secuelas políticas y militares de los sucesos de 1836, y el impacto económico y social, de las medidas desamortizadoras, de ese año. Duró poco descabalgada por el «esparterismo», de un lado, y el «moderantismo», de otro, que acabó imponiendo la de 1845. Fue ésta la de mayor duración de cuantas la precedieron, casi un cuarto de siglo, con interrupciones (1854-1856) e intentos de reforma en 1848 y 1852. Tras ella tuvo su lugar la constitución de 1869, la hija de la Gloriosa, temprano ensayo democrático en la Europa del XIX, que fue la más avanzada de su tiempo.

Ninguna logró armonizar los afanes de orden y libertad. Como en el popular juego de la «siete y media», algunas de aquellas constituciones se pasaron, y otras no alcanzaron el punto de equilibrio deseable. Tras tantas idas y venidas, le llegó el turno a la de 1876, nueva tentativa de un modelo pactado, entonces, en los límites del posibilismo canovista. La más duradera, por el momento, de todas cuantas han existido en nuestro país. La posterior singladura estuvo marcada por la constitución de 1931, la de la II República, más ambiciosa en propósitos que en logros. En el abigarrado mosaico que podemos contemplar ha habido de todo, como en botica, pero cabría señalar una nota especialmente significativa: el amplio predominio del muestrario de constituciones sobre el «espíritu constituyente», como resultado de la imposición por encima del diálogo, y el sometimiento más allá del entendimiento.

Desde 1978, hasta hoy, sigue en vigor la segunda más longeva de nuestras constituciones, por el momento, con un balance claramente positivo en múltiples aspectos. Sin embargo, una vez más, parece como si el gran desafío para España fuese su Constitución. Escuchamos, un día sí y otro también, que la actual es lo más importante que hemos hecho los españoles en el último medio siglo. Otros buscan su destrucción y el hundimiento del régimen desarrollado con ella, pues según éstos sólo así se producirá el progreso, en un tiempo que puede ir a 2030, 2050 o al metafuturo. Ambos posicionamientos dificultan la comprensión de lo ocurrido estas décadas. La discordia, así planteada, nos lleva a convertir la Constitución, como tantas veces en el pasado, en arma arrojadiza. El afán de unos por mitificarla apunta al peligro de «fosilizarla» y el empeño de otros en vaciarla, por medios torticeros, amenaza con desmantelarla. El problema en la España actual no son tanto las luces y sombras del texto de 1978, como la inexistencia, una vez más, de espíritu constitucional.

Desde hace unos días resuena también, a cada momento, la palabra España, principalmente en boca de los políticos de diferente signo, intentando apropiársela. España pasa así a transformarse en una especie de entelequia doliente, útil para afianzar cualquier afirmación, desde las simplemente inoperativas, hasta las más aberrantes. Ahí debemos reconocer que el presidente Sánchez ha intentado sublimar su arte del engaño: dice hablar en nombre de España, en supuesta defensa de España, mientras la reduce a una especie de adefesio irreconocible, en vías de destrucción. Cuanto más se prolongue el sanchismo en el poder, más difícil será la reconstrucción del camino hacia el entendimiento necesario. Somos una sociedad, humillada por su gobierno, que suplica a otros la solución de sus problemas, clamando por la ayuda, la benevolencia y la protección de la titubeante y débil Unión Europea.

Resulta imprescindible un diálogo que viene a ser más que imposible. Los políticos españoles, sobre todo el gobierno sanchista, ha utilizado de forma reiterada el método Ollendorf, en la variante Bahlsen, convirtiendo el lenguaje en una colección de imbecilidades conscientes o inconscientes. En su finalidad de desviar la atención de las cuestiones importantes para los ciudadanos, ha destruido el lenguaje, de modo que ni se le escucha ni se le entiende. Sobre estas premisas, el diálogo imposible conduce a la democracia imposible.

Artículo publicado en el diario La Razón de España