El 5 de junio de 1993, el soberano Congreso de la República pone fin a una severa crisis que solo podía resolverse mediante un acuerdo entre los partidos, el clero, los empresarios, los trabajadores y las Fuerzas Armadas Nacionales; el convenio también contó con el más amplio respaldo de la opinión pública. Se nombró al entonces senador independiente por el estado Táchira Ramón J. Velásquez –de tan grata memoria– como presidente constitucional para ocupar el cargo hasta el término del período inconcluso de Carlos Andrés Pérez, suspendido en sus funciones, atribuciones y privilegios luego de la decisión tomada por la Corte Suprema de Justicia –resultante del juicio por presunta malversación de fondos de la partida secreta del Ministerio de Relaciones Interiores–.
La insostenibilidad política del recurso netamente jurídico-constitucional –previsto en la Constitución de 1961– para enjugar la crisis en comentarios, hacía inviable la ocupación del cargo vacante por parte del entonces presidente del Congreso Nacional, senador Octavio Lepage. Con buen juicio, sentido de urgencia y de la realidad del momento que se vivía, los partidos Acción Democrática y Copei acordaron apoyar el nombramiento del senador Velásquez, así como también conferirle suficientes poderes mediante Ley Habilitante, para que pudiese razonablemente conducir al país hasta las elecciones presidenciales que tendrían lugar a finales de ese mismo año y a la consecuente transferencia del mando al nuevo gobierno republicano. Labor dignamente cumplida –en medio de vicisitudes y contratiempos– para con una sociedad nacional que todavía mostraba ciertos signos de madurez.
Se trató pues de una solución política a un problema que iba más allá del campo de la Constitución y leyes vigentes; esto lo decimos, porque no había disposición alguna en el ordenamiento jurídico entonces aplicable que contemplase específicamente tal procedimiento para la designación en cuestión. El resultado fue el tránsito sosegado desde una grave dificultad histórica hasta el pleno restablecimiento de la normalidad institucional, “sin solución de continuidad” democrática (énfasis añadido). No hubo interrupción del Estado de Derecho ni excusa posible para que los anarquistas de siempre sacaran a relucir sus bajas pasiones y desatinadas consignas. Parece obvio que ante problemas de tal naturaleza se imponen salidas consensuadas –sin fanatismos ni invocaciones a la jerigonza leguleya muy propia de rábulas e indoctos de toda laya– cuando la dirigencia en funciones parlamentarias y de gobierno, actúa con inteligencia, responsabilidad y apego al espíritu, propósito y razón de las normas jurídicas.
Contrariamente a lo que venimos comentando, en tiempos actuales el régimen insiste en judicializar los temas políticos a partir de un incalificable secuestro de la justicia, en tanto que los factores de oposición aisladamente –salvo honrosas excepciones– pactan la confusión y la ambigüedad, todo ello mientras queda a un lado el problema de fondo que agobia a la población venezolana: la imperdonable desatención de las necesidades básicas que hacen posible la vida misma del “hombre de a pie”. El diálogo devenido en comodín de un régimen que por lo demás no respeta las reglas del debate, que hace nugatorio cualquier intento de alcanzar conformidades beneficiosas para la mayoría de los ciudadanos. Convenir sobre materias de interés mutuo exige tolerar y aceptar las diferencias y ante todo condescender sobre soluciones intermedias, accesibles y beneficiosas para ambas partes; la crisis endémica que nos envuelve como país no beneficia a nadie. La habilidad negociadora no consiste simplemente en doblegar la voluntad del contrario; convencer es destreza que reclama razones y argumentos, igualmente disposición a ceder en determinados empeños.
El tema económico es de inminente actualidad, todo esfuerzo conducente a la reactivación de los sectores productivos a nivel primario, de la industria, del comercio y de los servicios debe contar con el pleno respaldo de la colectividad nacional. Y para ello son igualmente indispensables los consensos, tanto como la inaplazable reinstitucionalización del país, sin lo cual –hemos insistido– no habrá confianza en los agentes económicos. Yerra el régimen si cree que arrebatando elecciones reconstruirá la confianza perdida de los inversores, de los electores y de los países integrantes de la comunidad democrática internacional; están a la vista los pies de barro de un triunfo que no fue triunfo, de un pretendido equilibrio inestable que amenaza ruina.
Los actores políticos de oposición también están llamados a recuperar la confianza del ciudadano; el régimen la perdió hace tiempo y quienes se le oponen gozan de escasa credibilidad. Sobre esto último coincidimos una vez más con el padre Ugalde: los partidos y sus dirigentes no renacerán si no se apegan al sufrimiento de la gente común, a sus luchas impenitentes por la vida digna y el cambio imprescindible; tampoco lo harán si los políticos no hablan con la verdad, si no rinden debida cuenta de sus actuaciones. Como en todo, hay excepciones que no podemos ignorar.
Si gobernar es dialogar con todos los sectores de la vida venezolana –como acertadamente dijera el presidente Rómulo Betancourt–, también construir consensos de interés público se hace imprescindible para consolidar armonías entre los sectores y actores involucrados en el quehacer venezolano. Siempre será tarea ineludible del gobierno tomar la iniciativa de cualquier entendimiento de cara al país –si no lo hiciere, otros asumirán la carga de proceder siempre con apego a la ley–, sobre todo cuando se trata de preservar –en nuestro caso de restablecer– la esencia de la democracia liberal y de los valores de la ilustración –i.e. el derecho a la vida, la libertad y la igualdad ante la ley–. Algo que no volveremos a ver en Venezuela mientras no se restituya la república civil, por más que haya una cierta sagacidad o llámese pragmatismo que exhiben algunos adelantados.
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