OPINIÓN

Conocí a Neruda

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre
Pablo Neruda

Foto: Archivo

Francisco De Venanzi, legendario rector de la Universidad Central creó una comisión integrada por Pedro Duno y Rodolfo Izaguirre para que se apersonaran al Hotel Ávila y participaran al laureado poeta Pablo Neruda que el acto está previsto para el día tal a la hora cual en el Aula Magna y que con debida antelación le será enviado un automóvil con chofer para que lo conduzca. Éramos Pedro y yo dos simples mensajeros que mientras nos acercábamos al hotel comentábamos sonrientes que afortunadamente ya no se decapitaban a los mensajeros como era usual en la antigüedad.

Duno murió en 1998, filósofo, profesor universitario y guerrillero y yo, un ñángara sin rumbo que aún sigue vivo. Nunca supe por qué De Venanzi nos encomendó semejante tarea, tal vez por la vocación comunista de Pedro, mi condición de tonto o crédulo «compañero de ruta» y el color rojo encendido del propio poeta al que llevábamos un cálido mensaje universitario. En todo caso, De Venanzi mostró sagacidad no enviando a ningún adeco furioso ni a ningún copeyano saliendo del confesionario.

Neruda visitó Caracas varias veces y nuestra misión tenía que ver con su famoso encuentro con Fidel Castro en el Aula Magna en 1959. En tan memorable ocasión,  el cubano ponderó nuestras montañas, particularmente el Ávila y tendió su gorra militar exhortando a la rugiente y fervorosa audiencia a financiar el derrocamiento del asesino dictador de la República Dominicana, el abominable Chivo de la novela de Mario Vargas Llosa.

Llovió dinero en el kepis de Castro, solapado tirano o tirano en ciernes y los primeros billetes fueron los que allí echó el propio De Venanzi. Me veo obligado a decirlo ya que sigo enardecido porque de aquel jubiloso éxtasis de libertad surgió la muerte violenta de mi amigo Edwin Erminy y de todos los que se alistaron y creyeron ejercitarse como guerrilleros en Cuba para invadir a Santo Domingo y ninguno de los que allí desembarcaron logró tocar tierra porque los estaban esperando los machetes de los seguidores del tirano Leónidas Trujillo y todos murieron ahogados en el mar o en su propia sangre.

Los dos emisarios llegamos al Hotel Ávila, preguntamos en Recepción por el poeta Neruda y subimos al piso que correspondía. Duno tocó la puerta y la abrió ¡el propio Neruda!

Era la primera vez que personalmente veía al poeta, un hombre alto, de buen aspecto, pero sin cachucha o boina. Lo había visto un sinnúmero de veces en revistas, pestañas de libros, en periódicos y en televisión, pero nunca frente a frente y me sobresalté cuando escuché a Pedro Duno dirigirse a Pablo Neruda con insólita candidez y preguntarle: «!El poeta Pablo Neruda, por favor!»

El famoso chileno se echó hacia atrás, visiblemente molesto por no haber sido reconocido y terminó de abrir la puerta, de par en par, para que entráramos, pero al hacerlo ya estábamos no solo perdidos sino humillados. No habíamos entregado el  mensaje y ya el Visir ordenó que nos cortaran la cabeza. Entramos y Neruda se sentó en una butaca, desplegó el vespertino El Mundo y se ocultó detrás de sus páginas. Al hacerlo, desbordó un ego mas grande que la basílica vaticana.

¡En ningún momento se dignó mirarnos! En la habitación se encontraban, entre otros (¡mi memoria no atina a recordar todos los nombres!), Carlos Augusto León, Pascual Venegas Filardo, Héctor Mujica, otros más y varias damas; sus esposas, seguramente.

Fue un mal momento para nosotros porque Neruda al comportarse como un niño malcriado y ocultarse detrás del periódico sencillamente estaba ignorando a Duno y a mí. Ignoró al rector De Venanzi y a la universidad venezolana. Y sufrí la deplorable experiencia de tener que escuchar a quienes estaban allí implorar con voces de arrastrada adulación: «¡Pablo! ¡Pablo, es el pueblo que te llama!» y oír empalagosas solicitudes. «A Pablo le interesan nuestras aves, habrá que conseguirle el libro de Kathy Phelps» y se hizo tan reiterada la súplica para que Pablo asistiese a la universidad que terminó aceptando la invitación, pero sin mirarnos, sin pronunciar palabra alguna: bajó el periódico y dijo Sí moviendo la cabeza.

¡Nunca un poeta me había humillado tanto! Los malos poetas se humillan a sí mismos con sus inútiles versos, pero los grandes tienden a abrazar a sus lectores.

¡El hombre que nos abrió la puerta en el Hotel Ávila resultó ser alguien perfectamente desagradable! ¡Engreído! Hoy se conocen muchas de sus malas acciones, la primera, haber abandonado a la hija negada y secreta de apenas dos años de edad que sufría de hidrocefalia. Estoy de acuerdo con los críticos de literatura que consideran que su mejor poesía termina en Residencia en la tierra y deploran que durante toda su vida su obra poética estuviese ponderada y ensalzada por el comunismo internacional que aplaudió su imperdonable apoyo a un criminal de inalcanzable ferocidad llamado José Stalin.

De regreso a la universidad, intrigado, pregunté a Duno por qué no reconoció a Neruda cuando nos abrió la puerta. Movió ligeramente un hombro y solo dijo: «¡No vi que tuviese ningún aire de poeta!».