Los encuentros la semana pasada de una delegación gubernamental de Estados Unidos con representantes de Maduro y de la oposición alimentan la expectativa de que se reanudarán las negociaciones entre ambos. Aunque no fuese el objetivo principal de la misión estadounidense, este tema seguramente no fue excluido. Por su parte, el jefe de la delegación de la Plataforma Unitaria opositora, Gerardo Blyde, reiteró su interés por retomar lo iniciado en México el año pasado y, por esa vía, continuar explorando posibilidades de acordar una transición pacífica a un régimen de libertades y de creciente prosperidad.
Para algunos, tales expectativas son ingenuas. Con la excusa del diálogo –no hablaba de negociar– Maduro se ha burlado en reiteradas oportunidades del país, solo para ganar tiempo y desactivar las presiones domésticas. Pero, por más escépticos que seamos, no debe despacharse, así por así, un nuevo intento por ponerle fin a la terrible tragedia arrojada sobre los venezolanos por estos “revolucionarios”. Las condiciones de miseria son demasiado graves y los avatares que golpean a diario a nuestros compatriotas, tan injustas –porque las podría solventar un gobierno democrático–, que sería irresponsable, por decir lo menos, no explorar esta posibilidad. Es demasiado lo que está en juego. No debemos ilusionarnos con que Maduro va a negociar esta vez con los intereses del país por delante –nunca lo ha hecho–, pero sí debemos identificar qué lo mueve, sus fortalezas y debilidades.
Hugo Chávez reveló muy temprano su inspiración fascista[1]. Invocó la epopeya independentista para promover un proyecto maniqueo y patriotero, asumiendo, como militar, la contienda política en términos bélicos, loas a la muerte de por medio. Su discurso populista, cargado de odios, descalificó a sus opositores y amenazó con vengarse de quienes “habían traicionado a Bolívar”. Los discriminó desde el poder, desconociendo sus derechos constitucionales y atemorizándolos con bandas de choque uniformadas de rojo. Su posterior adopción de categorías discursivas de la mitología comunista, agarrado de la mano de Fidel Castro, no altera esta caracterización. Eso sí, lo vinculó con un universo más amplio, que resultó decisivo para proyectarse internacionalmente como líder antiimperialista. Con esta imagen, labró alianzas con autocracias variadas que solo tenían en común su odio a Estados Unidos, como la teocracia iraní, las encabezadas (en su momento) por Hussein, Gadafi y Mugabe y, por supuesto, Putin y su héroe, Fidel. Bajo el tutelaje de este último, accedió al know-how cubano sobre terrorismo de Estado, tan útil para consolidar su poder. Peor aún, al colocarse bajo el paraguas castrista, les entregó gustosamente el país. Accedió a que uno de sus agentes, Nicolás Maduro, lo sucediera al morir.
Al carecer Maduro del carisma de su mentor y no tener ascendencia entre los militares, tuvo que urdir mecanismos para ganárselos, siempre con asesoría cubana. Intensificó la corrupción entre estamentos del alto mando para convertirlos en eje de una red de cómplices dedicados a depredar a la nación, destruyendo, así, a la FAN. De gran ayuda fue el desmantelamiento de las instituciones del Estado de Derecho adelantado por su antecesor. Barrió con la transparencia y la obligación de rendir cuentas de su gestión, así como con las normas que resguardaban la hacienda pública. Le permitió aumentar aún más la represión, con centenares de manifestantes abatidos y las cárceles llenas de presos políticos. Por otra parte, al impedir –tramposamente– la alternabilidad política, Maduro se convirtió en dictador.
Al acentuar bajo su mandato la expoliación del país, destruyó las bases de tributación del Fisco. Acudió, entonces, a la emisión monetaria para financiar el gasto. La hiperinflación que desató terminó de arruinar la economía y devastar las condiciones de vida de los venezolanos. La liberalización posterior de precios, la libre circulación de dólares y la privatización de activos públicos –sin orden ni concierto—, ¿indican que Maduro está de regreso de tanta locura? Midámoslo contra el contexto de colapso de la administración de Estado y de los servicios públicos, la matraca y la extorsión por doquier, sin mencionar la inobservancia descarada de los derechos humanos de la población. ¿Adónde va, entonces, el régimen? ¿Qué debemos esperar de este en una negociación que deseamos sea seria?
Lo que define al régimen de Maduro es la corrupción. Todas las dictaduras son corruptas, en mayor o menor grado. El gobierno de Chávez también lo fue. Dejaba robar a militares y tomaba nota, no para castigarlos, sino para poder chantajearlos si alguno decidía retirarle su apoyo. Pero lo de hoy alcanza otro plano. La trampa, la mentira y desprecio por la vida de los demás es tal, que se han convertido en el nuevo “normal”. Han socavado los valores básicos que sustentan la convivencia en sociedad. No hay seguridad ni respeto por la suerte del venezolano. Sus problemas carecen de respuestas. Reina el abandono y la anomia. Las decisiones penden del capricho o voluntad de los poderosos. Sepultado quedó el promisor futuro socialista. No obstante, los fascistas siguen refugiándose en clichés “revolucionarios” para proyectar la idea de un país asediado por enemigos, tanto internos como externos, que requiere de su protección. La excusa perfecta para erigirse en dueños de Venezuela. Con impunidad sostenida de sus atropellos, por si hubiese dudas. Una “revolución” de cómplices.
Esta descomposición es propia de la cofradía gansteril de autócratas que amenazan al orden liberal, ya que se interpone a la expoliación de sus respectivos países (ode otros, como pretende Putin). Son cleptocracias poderosas, interesadas en trampear el sistema para hacer avanzar sus negocios. La alianza de mafias que sostiene a Maduro encaja bien ahí. Además de Putin, están Lukashenko, Ortega, Díaz-Canel, Al-Assad y otros, aliados con Hezbolá, el ELN, traficantes y con quien sea, para imponerse. El problema está en que, al pretender desplazar el orden internacional basado en normas ―juego suma-positivo de convivencia entre naciones― por uno sostenido en la fuerza y el embeleco Independencia y Día de la Independencia juego suma-cero–,se puede terminar del lado perdedor. Y es ese el “tres y dos” en que se debate Maduro.
¿Habrá hecho Putin un mal cálculo? De ser así, ¿debe aprovechar el margen que (aparentemente) le estarían abriendo los gringos? Maduro sopesa cuánto debe ceder para que le retiren algunas sanciones. ¿Tendrá que esforzarse en lucir más convincente en sus alegatos de respeto a los derechos humanos y aplacar, así, al CPI, a la Dra. Bachelet y al Consejo de Derechos Humanos de la ONU? Los militares traidores que lo sostienen le dejan poca opción. El Sebin y la DGCIM siguen arrestando a dirigentes sindicales, periodistas, médicos y otros, acusándolos de “terrorismo y asociación para delinquir” (¡!) Igual amenaza pesa sobre diversas ONG defensoras de derechos humanos. Por otro lado, ¿le conviene continuar liberalizando la economía en busca de mayor apoyo interno? ¿Debe dar garantías creíbles para atraer inversiones? Eso significaría ceder poder y oportunidades de lucro. No se lo permitirían las mafias. ¿Pero podrá sacrificarse a algunas, las más débiles, sin que lo tumben? En fin, el futuro del régimen está sujeto a muchos imponderables, nada está seguro.
¿Qué implicaciones pueden derivarse para negociar unas próximas elecciones con unas garantías mínimas de que se respete la voluntad popular? Maduro no dará paso alguno hacia la apertura a menos que sea forzado a ella. De ahí lo imprescindible que Putin sea derrotado. En primer lugar, por razones de justicia y por el derecho de los ucranianos a existir en paz, pero también para romperle el espinazo a la cofradía gansteril. Pero eso no está en manos de los opositores en Venezuela. Lo que sí depende de nosotros es lograr que esa inmensa mayoría de venezolanos que clama por soluciones –el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social registra 2.677 protestas durante el primer cuatrimestre de 2022— se unifique detrás de una propuesta de cambio que con la fuerza para obligar a Maduro a ceder.
Sin apoyo internacional será muy difícil desplazar a los fascistas del poder. Pero sin una fuerza opositora unida, con un proyecto creíble, capaz de erigirse en alternativa real de poder, tal apoyo no ocurrirá.
[1] Ver, García Larralde, Humberto, El fascismo de siglo XXI: La amenaza totalitaria de Hugo Chávez Frías, Random House Mondadori, 2008
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