Superviviente o sobreviviente es aquel que sobrevive o que supervive. Se trata de referencias cruzadas. En el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, ambas entradas son derivados de supervivir y de sobrevivir respectivamente y la entrada que es desarrollada es el verbo sobrevivir. De sobrevivir hay una acepción en particular que destaco –la segunda- que textualmente dice: “Vivir con escasos medios o en condiciones adversas.”
En general, aquel que sobrevive es una persona que merece respeto: vivió con escasos medios o en condiciones adversas. Pero este no es siempre el caso. Hay diferentes modos de sobrevivir: (1) sobrevivir dentro de la esfera situacional de los escasos medios o en condiciones adversas, (2) sobrevivir fuera de la esfera situacional de los medios es casos o de las condiciones adversas, y (3) sobrevivir –dentro o fuera de la esfera situacional de los escasos medios o de las condiciones adversas– a expensas de los demás y, peor aún, a expensas de su propia gente.
Yo no me voy a referir hoy a supervivientes o sobrevivientes según la acepción del Diccionario de la le lengua española. Me parece muy ligera y suave para describir a los sobrevivientes a los cuales me referiré: personas que sobrevivieron o supervivieron a situaciones más allá de lo imaginable. No se trata de situaciones sorprendentes o desconcertantes que pudieran calificarse como abracadabrantes. Me voy a referir a situaciones aún más allá: situaciones más allá del horror concebible que puede mostrar un ser humano.
De pequeño, nuestro vecino fue un médico judío quien vivía solo. Su casa estaba ubicada en la avenida Licenciado Sanz entre mi casa y la casa del mayor (r.) Mario Ponce (otro compinche mío).
Para mí siempre fue y ha sido el Doctor Berger. No sé siquiera su primer nombre porque,para aquel entonces, Doctor era un tan buen primer nombre o nombre propio como lo podría ser Juan o David. A mi temprana edad y siendo vecino de la urbanización San Bernardino en Caracas, el Doctor Berger era mi amigo, mi protector y quien me alimentaba.
Si, efectivamente, era mi amigo. Sucedió que yo me alimentaba exclusivamente de huevos fritos con arroz y punto. Después que terminaban mis sesiones de “obligarme a comer”en mi casa para que comiera carne, o pollo o pescado (antes ¡ughh!; hoy es diferente) iba hacia mi gallinero, abría la comunicación que César –el jardinero quien fue otro compinche que, además, me salvó la vida más de una vez- había habilitado una entrada “secreta” cortando parte de la cerca Odrica e instalando una suerte de compuerta para que pudiera pasar del jardín de mi casa al de la casa del Doctor Berger a través de mi gallinero y, de allí, lograba llegar a la cocina de la casa del Doctor Berger quien me preparaba… ¿qué?: huevos fritos con arroz.
No puedo recordar –ni creo que me recordarán– a quienes hoy creo que fueron emigrantes judíos que se hospedaron en la casa del Doctor Berger y a quienes –muy limitadamente por mi corta edad– atendí en pequeñas tareas a petición del Doctor Berger. Sí tengo el vívido recuerdo de que no nos entendíamos–lo cual no me parecía nada extraño ya que mi abuela de crianza me hablaba en vasco, mi cargadora en gallego y César en portugués– como también recuerdo las miradas y las sonrisas que intercambiábamos.
Y de allí –de la relación con el Doctor Berger– floreció mi amistad y fraternidad con uno de sus nietos.
¿Fueron aquellos huéspedes sobrevivientes o supervivientes del Holocausto? Francamente, no lo sé. No creo que a aquella edad ni conociera ni tuviera conciencia de la palabra “judío” y, menos aún, del Holocausto. ¿Fue el Doctor Berger un sobreviviente del Holocausto? Tampoco lo sé. Sí sé que fue con él mi primera experiencia con la muerte. Llegué a su casa por la entrada secreta después de haber superado con éxito otra sesión vespertina de “obligarme a comer”, entré a la cocina donde no lo encontré y me dirigí hacia el comedor donde lo encontré solo, acostado en el suelo dentro de una caja de madera colocada sobre un paño circular –quizás de terciopelo– de color negro con un adorno dorado que hoy creo que era la Estrella de David. El comedor había cambiado. Estaba oscuro y recuerdo que los espejos del comedor estaban cubiertos con telas negras. Más allá, los recuerdos se tornan confusos. Lo siguiente que recuerdo es encontrarme en brazos de un señor con barba –que para mí sí que era inusual– quien me levantó del suelo, me cargó, me llevó hacia la puerta principal, pasando por la sala donde se encontraban otras personas, y ya no recuerdo más.
No es aquella relación paterno-filial a la que me refiero con el título de este artículo de conocer a un sobreviviente.
Mi oportunidad –la primera de muchas– llegó durante el año 1994 cuando escuché de primera mano y en primera persona –no en películas, libros o documentales– los relatos de la vida y obra de un judío holandés que sobrevivió el Holocausto. Además de que sus vivencias fueron muy duras y rudas, se sumaba el hecho de sus dolores muy intensos en el área de su abdomen, su soledad y tristeza por sus relaciones con las ingratas personas que se habían comprometido a cuidarlo a cambio de la propiedad de su casa, la decepción al enterarse de las maniobras para apoderarse de su fortuna y sus reclamos al Creador con la consecuente negación de su existencia por haber permitido aquellas masacres.
Conocer a un sobreviviente del Holocausto y escuchar su historia es un privilegio, un honor que se te concede y un vuelco inolvidable en la vida. Pasan los años y quedan menos sobrevivientes entre nosotros. A más años y menos sobrevivientes, se siente en el ambiente una tendencia a olvidar o perder interés y las víctimas de tanta maldad no se merecen ni el desinterés ni el olvido.
Ojalá tenga el privilegio de conocer a un sobreviviente, escucharlo (porque no siempre se dan las condiciones que conduzcan a relatar aquellos episodios) y que el cambio sea para su bien y el de los suyos.
Dios guarde a V. E. muchos años,
La cuenta del autor en Twitter es @Nash_Axelrod.
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