OPINIÓN

Coñas, bulos, fake news, posverdades y mentiras

por Ramón Hernández Ramón Hernández

La Real Academia de la Lengua no prohíbe palabras, pero establece una normativa gramatical, como esa “m” que se coloca antes de la “b” y la “p”, que con otros preceptos tienen como fin que la lengua se adapte a las sociedades que sirve con la menor cantidad posibles de riesgos de que se fragmente y muera. Le ocurrió al latín que fue una lengua imperial y a otras le ocurre cada día por falta de hablantes.

La RAE no tiene un cuerpo inquisitorial que revise, persiga y purgue el léxico. Su función es registrar el uso de los vocablos e incorporarlos al diccionario. No basta que se utilice de manera coloquial por un porcentaje significativo de personas, sino que también debe ser empleado en el lenguaje escrito en función de una expresión más precisa, no por mera chanza. Es un proceso que puede tomar décadas, pero también unos pocos días como ocurrió con el término “posverdad”, que sin tener claro su significado la directiva de la corporación madrileña declaró su incorporación materia de urgencia y fue una de las 3.345 modificaciones de la vigésima tercera edición presentada en sociedad en diciembre de 2017. ¿Será flor de un día?

La semana pasada los “usuarios y usuarias” del castellano fueron sorprendidos por un bolo en Twitter: “Reconocida ‘haiga’ por la Real Academia, ya se puede usar”. Lo cual era cierto, pero no del todo. Una media verdad.

“Haiga” como manera de designar un tipo de automóvil es un españolismo en desuso total. Fue incorporado al diccionario en los años sesenta, en pleno franquismo. Un “haiga” era entonces un carro americano, enorme al lado de los europeos, que preferentemente compraban los nuevos ricos: “Quiero el más grande que haiga”. Como burla, pero más por envidia, los “cultos” que no tenían suficiente dinero para comprarse uno, llamaban “haiga” a los Cadillac y a los Studebaker. Los académicos lo recogieron como un coloquialismo. Más tarde, cuando pasó la moda no lo eliminaron; colocaron la advertencia “en desuso”. No aclararon tampoco que haiga es un tipo de poesía japonesa. Una página web que se dedica a difundir noticias de ficción lo encontró y publicó la coña de su incorporación. Ajenos a la verdad, muchos se sintieron reivindicados y otros tantos ofendidos.

“Haiga” como forma verbal del haber está proscrito de la lengua culta desde el siglo XVIII. Entre 1833 y 1834, don Andrés Bello publicaba en el periódico El Araucano, en Chile, sus advertencias sobre el uso de la lengua castellana, “dirigidas a los padres de familia, profesores de los colegios y maestros de escuela”. En una de las primeras se refirió a ese “haiga” que se utiliza como normal en Centroamérica, a lo largo de la cordillera de los Andes, en México, entre los migrantes que cortan grama en Chicago y también entre los que desarrollan programas informáticos en el Silicon Valley, pero sobre todo en más del 34% de los hablantes de español en la península. Mira tú.

Lingüistas, lexicógrafos, académicos, periodistas, glosadores y una inesperada caterva de asomados comenzó a meter baza en la discusión. No faltaron la aclaratoria oficial de la RAE ni insultos a “los habitantes de las repúblicas bananeras latinoamericanas que dan ganas de vomitar cada vez que pronuncian una palabra en español”. Desde Nicaragua manifestaron su escándalo por ser una palabra de uso diario y de Panamá pidieron auxilio porque los políticos, parlamentarios, locutores, periodistas y magistrados los entumecen con el “haiga”, “habrán”, “habemos” y “mesmo”, entre otros solecismos.

No faltaron quienes cuestionaron la “persecución del haiga” como un asunto de clase, de los supuestos cultos contra la gente del campo, los rurales. Argüían que ellos estaban orgullosos de hablar como lo hacían sus padres y sus abuelos, que el “haiga” es parte de su herencia cultural y su manera de identificarse con su comunidad, con su pueblo, y que su uso no tiene nada que ver con estudios ni con universidad, que los ingenieros y los veterinarios también dicen “haiga” en lugar de “haya”.

Las normas o preceptos gramaticales de la RAE no son democráticos, tienen visos autoritarios, pero se cumplen y desarrollan en libertad. Con el tiempo, sin precipitaciones, se van eliminado y adaptando las reglas de acuerdo con el uso que se les vaya dando. En los últimos 50 años se quitaron tildes, se modificaron reglas y hasta el verbo “agredir” que por ser defectivo solo podía conjugarse en las formas con i en la desinencia –agredí, agredíamos, agrediste– hoy puede emplearse como un verbo regular. Algunos cambios se agradecen, como eliminar la tilde de los demostrativos –ese, este, esta–, pero pocos están felices con el “solo” sin acento gráfico y con el pasado de reír, “rio”, sin tilde, que es consecuencia de sustituir “guión” por “guion”.

La Academia, como todas las corporaciones en las que participan humanos, está sujeta a presiones y a intereses, y, también, puede equivocarse. Unos lingüistas son más severos que otros y algunos usuarios son más temerarios que lo que se puede concebir. No sabemos qué grupo ni cuál académico propuso la incorporación de “haiga”, que como coloquialismo tuvo un uso efímero, pero sí quién intervino para que la corporación levantara el veto que desde 1874 había contra el giro preposicional “a por”, como ir a por los niños al parque, ir a por agua, etc. A fuerza de artículos y “cartas al director” de diarios y revistas ibéricas, el sacerdote franciscano Francisco Gómez Ortín, doctor en Filosofía y Letras de la Universidad de Murcia, logró que la RAE, alcahueta y débil, acogiera la explicación de la presunta anfibología que genera la ausencia de la “a” y le levantara el veto. Ahora es más frecuente y ensordecedor el chirrido de “ir a por agua” en el oído de 420 millones de latinoamericanos y de los 29,3 millones de ibéricos que no lo usan, que les suena feo. Vendo lista de palabras muertas y otras por nacer.