La primera y más profunda dificultad con la que nos enfrentamos ante la destrucción consiste en nombrarla. En todos los planos de la realidad, los ciudadanos nos vemos asediados por la misma dificultad: cómo hablar, cómo describir, cómo narrar a los demás la destrucción de la que somos testigos y víctimas. Para quienes se paran delante de un micrófono o para quienes escriben, se trata de un desafío considerable: cómo evitar repetirse, cómo lograr que las palabras se ajusten a lo atroz, a lo desgraciado de ciertos hechos.
No es fácil. La destrucción tiene, cuando menos, cinco propiedades que se resisten a la urgente necesidad de nombrarla. La primera es que es siempre inesperada. La mayoría de los esfuerzos de las sociedades están dirigidos a construir. El trabajo, la organización, las disciplinas, el orden, la planificación, las jerarquías y los procesos existen para crear realidades y ponerlas al servicio del bienestar humano. La expectativa común y los empeños son contrarios a la destrucción. Cuando ella aparece, nos desconcierta. Nos pone en estado de perplejidad. Nada nos prepara para el espectáculo de la demolición.
Un segundo dato es el carácter amorfo de la destrucción. La destrucción destruye los equilibrios, las proporciones y las armonías. Descoyunta, rompe, tuerce, agujerea, erosiona y desarticula. Pone las cosas fuera de su lugar, las amontona, las vuelve inservibles. No solo ensucia: la destrucción multiplica los basureros. Lo inservible adquiere las proporciones del paisaje: aparece en todas partes. Se hace cada vez más presente y más visible. No solo desordena, también ensucia. Destrucción y suciedad corren aparejadas, son inseparables. De hecho, la suciedad es el primer paso de la destrucción.
El tercer rasgo es esencial: la destrucción siempre es peor de lo que parece a primera vista. Nunca es solo exterior, sino que se proyecta hacia lo que no vemos. A la fachada maltrecha se corresponde un interior desvencijado. La agresión verbal populista, por ejemplo, nunca es solo un desliz o un equívoco: es una expresión neta del odio que el antidemócrata siente hacia el orden, las instituciones, el trabajo y los valores. En la destrucción siempre hay realidades ocultas. Lo que vemos es apenas un atisbo, el cabo suelto de una tragedia de todavía más grandes proporciones. Quiero decir con todo esto: la destrucción nunca es solo aparente. Cuando la vemos, ya tiene raíces, se ha expandido por debajo de la superficie.
La cuarta propiedad de la destrucción es que ella no tiene límites claros o definidos. En otras palabras: no tiene fronteras claramente señaladas. Tiene eco, consecuencias más allá de lo inmediato o lo obvio. Se expande con lógicas difíciles de reconocer o predecir. Justo por eso es tan difícil de detener o revertir: actúa de forma incierta. Adquiere las formas menos previsibles.
El quinto factor que quiero mencionar aquí es que la destrucción no se detiene. Es un proceso con una extraña pero real facultad de alimentarse a sí mismo. El avance de la destrucción se produce, simultáneamente, en varios ámbitos, a distintas velocidades, impulsada por múltiples modalidades. Puede ser ruidosa y producirse a grandes zancadas, pero también lo contrario: actuar de forma sibilina y silenciosa. Incluso puede presentarse como lo contrario: como avance, progresismo, forma de los nuevos tiempos.
En el caso de Venezuela, a las cinco propiedades señaladas, hay que añadir todavía tres descriptores fundamentales, propios de regímenes totalitarios, como la Rusia de Stalin o la China de Mao. El primero de ellos es que la destrucción se ha orquestado y ejecutado desde la cúpula. El ansia destructiva ha alcanzado el poder y, una vez en el mismo, ha reconvertido el Estado y sus órganos en maquinarias productoras de estrago y ruina. Leyes, poderes públicos, instituciones, organizaciones y discursos han sido puestos al servicio de la asolación de las naciones.
Como consecuencia de lo anterior, y este es el segundo descriptor, la destrucción ha sido total. Ha derivado hacia la devastación. Devastación no es una palabra exagerada: expresa, nombra la suma de destrucción y ruina en que se ha convertido el territorio venezolano, en cada uno de sus puntos. Relatar esa devastación es uno de los desafíos narrativos a los que me refería al comienzo. ¿Por qué? Porque la devastación es tan extendida, profunda y extrema que se torna inenarrable, impronunciable.
Y así llegamos al octavo capítulo –al octavo infierno– de la destrucción venezolana: el exterminio de las personas. Y es que, en la lógica inclemente de los regímenes comunistas –como ocurrió en la Europa del Este y está ocurriendo en Nicaragua–, la aniquilación humana es su verdadero aliento, su razón de ser, su motivación raigal. El régimen de Maduro no mata accidentalmente. Mata por constitución, por vocación, mata por articulación interior. Está en su programa genético, desde el día uno. No es una deriva, no es un error ni un accidente. No es la obra de un excepcional grupo de fieras fuera de control. Es su marca, su destino: matar, como mataron al capitán Acosta Arévalo.
La pregunta es legítima: un régimen que es destrucción de la existencia y aniquilamiento de las vidas, ¿hacia dónde nos conduce? ¿Nos está llevando hacia una nueva modalidad de holocausto? ¿O se trata de una variante del Holodomor, el genocidio cometido en Ucrania por los comunistas bajo el mando de Stalin, que aniquiló de hambre, matanzas y prácticas de tortura, a más de 5 millones de personas, entre 1932 y 1933? ¿Necesitamos nuevas palabras, otros modos de expresar los cada vez más inimaginables e insospechados sufrimientos a los que estamos sometidos los venezolanos?
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