OPINIÓN

Con los ojos abiertos

por Sergio Ramírez Sergio Ramírez

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, canta Pablo Milanés en «Años». Ahora que llega la fecha de la ceremonia de entrega del premio Cervantes que recibirá el gran Luis Mateo Diez, primer ciudadano de Celama, hago las cuentas y ya han pasado seis años desde que en un abril parecido subí las escalinatas del púlpito del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para decir mi propio discurso.

Y revisando la lista de premiados, que a medida que crece va alejándome en el tiempo, encuentro, con no poco gozo, que entre los últimos dominan los poetas, Ida Vitale, Joan Margarit, Francisco Brines, Cristina Peri Rossi, Rafael Cadenas, un justo reconocimiento de que la poesía está en la esencia de nuestra literatura, sin la que la prosa no existiría.

En aquel discurso de Alcalá en 2018, recordé lo que había dicho sobre la poesía otro premio Cervantes, José Manuel Caballero Bonald, al recibirlo en 2012: «esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas ‘profundas cavernas del sentido a que se refería San Juan de la Cruz’».

El 23 de abril es el Día Internacional del Libro, cuando se conmemora la muerte de Cervantes, de Shakespeare y del Inca Garcilaso, y tiene lugar la ceremonia de entrega del premio Cervantes. El mes florido de la primavera boreal. Pero en Nicaragua abril es el mes más cruel, como enseña Elliot en La tierra baldía: «engendra lilas de la tierra muerta, mezcla/recuerdos y anhelos, despierta/inertes raíces con lluvias primaverales…»

Lejos de la primavera, abril es en Nicaragua el mes ardiente de la estación seca que allá llamamos verano, “el mes de las quemas de los campos, del calor, y los potreros cubiertos de brasas, /y los cerros que son de color de carbón; del viento caliente, y el aire que huele a quemado”, como recuerda Ernesto Cardenal en Hora O, “los soles borrosos y rojos como sangre/y las lunas enormes y rojas como soles, /y las quemas lejanas, de noche, como estrellas…”

El miércoles 18 de abril, pocos días antes de que tuviera lugar la ceremonia del Cervantes aquel año de 2018, un grupo de jubilados que protestaba en las calles de la ciudad de León contra la decisión del régimen de elevar el monto de las cotizaciones del seguro social, al tiempo que cargaba un gravamen sobre las pensiones de los asegurados, habían sido agredidos por una turba oficialista, y las imágenes de los ancianos derribados y pateados en el suelo, transmitidas por las redes sociales a través de los teléfonos móviles habían provocado nuevas manifestaciones de `protesta en Managua y otros lugares, que fueron creciendo en la medida en que eran reprimidas. Nicaragua entera despertaba en un solo clamor.

Los antimotines de la policía trataban de disolver por la fuerza bruta las manifestaciones, los estudiantes universitarios a la cabeza, y comenzaron a caer derribados, como muestra de rebeldía de la multitud, los árboles de la vida, las extrañas armazones de fierro con poderes mágicos plantadas en calles y plazas, y la represión, ahora en manos de los paramilitares, empezaba ya a sumar muertos. El lunes 23 de abril, cuando subí al púlpito del paraninfo en Alcalá de Henares, el número de asesinados llegaba ya a veinte, y en los meses siguientes iría creciendo hasta alcanzar más de cuatrocientos, muchos de ellos víctimas de los francotiradores.

Las protestas habían alcanzado a movilizar a la comunidad de nicaragüenses en Madrid, y el domingo, el día anterior a la ceremonia del premio, se celebró una demostración en la Puerta del Sol, a la que asistía junto con Gioconda Belli. Una muchacha prendió en mi camisa un lazo de luto, y esa noche, de regreso en el hotel, saqué de la carpeta el discurso que tenía preparado, y agregué a mano un párrafo inicial, que luego pasé a la computadora: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser república”.

No podía ser de otra manera, Tenía que dar congruencia a mi discurso, que era una alabanza de mi propia lengua cervantina, y dariana, orgulloso como nunca de esa lengua viva y múlt iple, y a la vez una declaración de fe en el poder de las palabras. Una literatura con los ojos abiertos: “Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio…no hay nada que pueda y deba ser más libre que la escritura que sufre mengua cuando paga tributos al poder que, cuando no es democrático, sólo quiere fidelidades incondicionales. Somos más bien testigos de cargo. Nuestro oficio es levantar piedras, decía Saramago; si debajo lo que hallamos son monstruos, no es nuestra culpa”. Y el lazo de luto que me había dado la muchacha nicaragüense en la Puerta del Sol, lo llevé prendido en la solapa del traje protocolario. Un duelo aún vivo, una herida aún abierta.

Tres años después, cuando volví a Madrid para presentar mi novela Tongolele no sabía bailar, venía ya camino del exilio, a vivir aquí como desterrado. Después me quitarían la nacionalidad. Se la quitarían a decenas de compatriotas. Y Nicaragua, mientras tanto, cada vez menos en las noticias, mientras la oscuridad de noche cerrada va cayendo sobre el país. Un cruel mes de abril que dura todo el año cada año.

Y el tiempo, implacable, que pasa mientras nos hacemos más viejos, y Pablo Milanés en mi memoria, cuando, como si fuera ayer, nos abrazamos en la puerta de la librería Alberti de la calle del Tutor, donde se hizo la presentación, hasta donde había llegado él en silla de ruedas, un abrazo que sería un adiós porque ya nunca volvimos a vernos.

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