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Con dos pañuelos, peine, cortaúñas

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Maduro

Foto: Prensa Presidencial

En todos los institutos de formación profesional militar en Venezuela, una de las exigencias más reiterativas en las revistas era la disposición de dos pañuelos, un peine y un cortaúñas. Era una verificación básica de un superior a un subalterno en cualquier momento. Sin aviso y sin protesto como dice la advertencia de una letra de cambio. De los oficiales de planta a los cadetes. Y de los cadetes superiores en jerarquía, a los demás cadetes. A partir de allí, se iniciaba generalmente, la revista para salir a la calle. Los brodequines pulidos al extremo, los botones de la guerrera encandilando, un sol alumbrando en la hebilla del correaje, los cercos de los zapatos sin ningún rastro de tierra, los filos exagerados del planchado del uniforme, la pulitura del sable del alférez al extremo y la daga del cadete igual, y lo impecable de la blancura de los guantes. Esa era la revista básica. Las uñas debían estar cortadas escrupulosamente, los pelos de la nariz recortados y el corte de pelo reglamentario. La barba rasurada casi a nivel de depilación. Sin patillas. A partir de allí, cualquier exageración que le asaltara al superior podía ser requerida. El himno de la escuela y de los otros tres institutos, el Himno Nacional, y entonar el Himno del Ejército. Pero, lo básico, el punto de partida de las exigencias de la revista eran los dos pañuelos, el peine y el cortaúñas. No era cualquier pañuelo. Eran dos pulcros y blanquísimos pañuelos planchados hasta más allá del delirio y sin ninguna estampa; Un peine negro sin mucho periquito y un sencillo cortaúñas. Si no me equivoco, la marca era Trim. Ese fue, en nuestros tiempos, una exigencia común. Y como guinda de todo eso, el código de honor del cadete. Este era la toga, el birrete y el diploma en mano de haber satisfecho en pleno, la revista.

Se asumía, que una vez egresados de los institutos de formación, el trazo de esas exigencias básicas se constituían en referencias claves para el ejercicio de la vida profesional. Principalmente, el cumplimiento de los diez artículos del código de honor.

En algún momento del proceso, a uno se le estimula la curiosidad y se pregunta ¿por qué dos pañuelos? Siempre tuve respuestas obvias para el peine y para el cortaúñas, pero ¿por qué dos pañuelos? En alguna ocasión un superior me argumentó que, en el marco de la formación inicial, el cadete y después en la etapa profesional, el militar debía ser un caballero y ese segundo pañuelo –impecable hasta la luna-  estaba reservado exclusivamente a la atención de los requerimientos de una dama.

¿Y el código de honor?

El primer compromiso que asume un militar oficialmente es el juramento de promesa de fidelidad a la bandera nacional de su país. Usted, no firma nada. No suscribe nada ante ninguna notaría ni alguna autoridad de registro. Es su palabra. Solo ella basta. Y el respaldo de su palabra es su honor. Antes de prestar ese juramento de defender la patria y sus instituciones hasta perder la vida, hay un lapso de tres meses que se llama periodo de adaptación. Tiempo suficiente para que usted observe de cerca y conozca las entrañas del compromiso que va a asumir y al final decida, libre de presión y apremio enfrentar la responsabilidad de honor de poner por encima de su vida y de sus afectos, la vida de otros ciudadanos y los afectos de sus nacionales. Esa es la esencia del grito a todo pulmón en el patio de formación, frente a una agrupación de parada y desfile, ¡del…! ¡Si, lo prometo! Ese juramento que se hace de defender la patria es como cuando te piden en cualquier momento, dos pañuelos, peine, cortaúñas. Y el toque de oración que se hace todos los días en la primera formación de trabajo frente a tu comandante de unidad es el recordatorio de los diez artículos de tu código de honor… ese toque de oración os recordarà diariamente el compromiso que acabáis de prestar.

En todas las fuerzas armadas del mundo, en general en todas las instituciones de organización lineal o funcional, la clave es la supervisión. Ese sistema sellado y blindado contra cualquier propósito del fracaso, se inicia en todas las instituciones militares del planeta con la emisión de órdenes viables y la supervisión de su cumplimiento. Esa es la esencia básica para que cualquier superior, en un pasillo solitario de la vieja Escuela Militar, te pare firme y te exija: ¡Epa, cadete; dos pañuelos, peine, cortaúñas! Y al final, después de haber superado esa primera etapa de inspección, te requiera definitivo ¡Código de honor!

El pasaporte de un cadete era el código de honor. Cargarlo en el bolsillo izquierdo, y saberse de memoria los diez artículos formaba parte de los diez mandamientos de un cadete. El proceso de formación se asentaba en hacer de ese civil que había seleccionado la carrera militar un hombre de honor al servicio de las armas. Y el código de honor era la cédula que acreditaba esa identificación. Después, como profesional, ese decálogo era tu brújula moral que te trazaba el acimut deontológico de tu trayectoria.

De esos tiempos uno recuerda el primer artículo del código de honor del cadete del Ejército venezolano que se expresaba textualmente así “Soy un cadete militar venezolano y pertenezco al instituto más antiguo de la fuerza armada; privilegio que me obliga a convertirme en exponente de las virtudes militares y ciudadanas que han permitido el nacimiento y consolidación de la nacionalidad.” A veces no bastaba saberse el texto de memoria, algún superior de esos que se calificaban como exigentes y puntillosos, requerían algunas interpretaciones que obligaban a un esfuerzo en el detalle y la adecuación en los ejemplos.

Uno de los aportes democráticos más importantes de ese paréntesis político abierto a partir del 23 de enero de 1958 fue el aporte virtuoso e íntegro, por la vía de la regla, que se hizo a la sociedad venezolana de la gran mayoría de los hombres y mujeres egresados de sus claustros y vivacs. Esas virtudes militares y ciudadanas expresadas durante el tiempo de servicio activo y también en la honrosa situación de retiro, permitieron en el cumplimiento honesto en los cuarteles y en la contribución desde distintas parcelas del que hacer criollo a consolidar la nacionalidad. Si, hubo algunas máculas que surgieron por la vía de la excepción. Fueron los detritus organizacionales normales que permitieron retroalimentar los procesos y mejorarlos. Desafortunadamente, en algún momento se flaqueó en la supervisión y eso permitió el nacimiento, el crecimiento y la consolidación de un tumor institucional que partió en dos a las fuerzas armadas nacionales y la vida de la patria. Ese paréntesis exitoso se cerró traumáticamente en 1998 y lo que antes funcionó por regla se convirtió en excepción. Se ha hecho norma en la institución armada la indignidad como portaestandarte, la inmoralidad como jerarquía, la deshonestidad como tarjeta de presentación, y la disipación como voz de mando en los patios de formación de los cuarteles. Los ciudadanos que juraron defender ven ahora, en los uniformados, cualquiera sea su clase, grado o condición como auténticos aventureros de soles y estrellas, canallas y malandrines de la peor estofa, que han tomado por asalto los predios de la constitución nacional, las arcas de la república y el futuro de nuestros hijos y nietos. Han asediado la nación que juraron defender. En algún lugar escondieron los dos pañuelos, el peine y el cortaúñas, y se olvidaron del código de honor. En su lugar están los balances de ingresos por concepto del narcotráfico, los estados de cuenta de la corrupción, las agendas para los acuerdos con el terrorismo internacional y los registros por las graves violaciones a los derechos humanos que forman parte del abultado expediente delictivo de la actual Fuerza Armada Nacional.

En ese paréntesis de 40 años, armados con dos pañuelos, peine y cortaúñas; y con el escudo protector del código de honor, los militares venezolanos derrotaron a los enemigos de la patria venezolana en los zarpazos traidores del Porteñazo, del Carupanazo, del Barcelonazo, del 4F y del 27N; también en los diez años de combate antiguerrillero; y en la crisis por la incursión de la ARC Caldas al golfo de Venezuela. Y adicionalmente, enamoraron a la sociedad venezolana en el respeto y cumplimiento que hicieron, de la Constitución Nacional. Fueron oficiales y caballeros.

Los militares somos una institución que se alimenta de símbolos y estos construyen lo que se expresa como una institución. La jerarquía y el respeto construyen la disciplina, la obediencia y la subordinación que fueron el soporte de la institucionalidad hasta 1998. Eso, desgraciadamente, se perdió. No hay nada que señale que, en estos tiempos de revolución, esas exigencias de cadete y de caballeros, siguen vigentes.

Todo indica que no hay dos pañuelos, ni peine, ni cortaúñas. Mucho menos código de honor.

 

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