Los venezolanos, tanto dentro como fuera de Venezuela, acaso en mayor medida estos últimos, desterrados durante tantos años, esperaban con ilusión la confirmación de las encuestas. Parecía haber llegado la hora del cambio, pero al menos no llegó con normalidad. A medida que pasan las horas aumenta la certeza del fraude cometido por el gobierno, en las elecciones del pasado domingo. El Centro Carter, organismo internacional de observación electoral, ha emitido su informe denunciando «una serie de irregularidades y violaciones que comprometen la transparencia y la integridad del proceso». La reacción internacional, principalmente de los países hispanoamericanos, no deja lugar a dudas. Perú incluso se ha adelantado a reconocer a Edmundo González como presidente electo de Venezuela. Claro que a favor de Maduro se ha producido el reconocimiento, por parte de los gobiernos de Cuba y Nicaragua, paradigmas y modelos de democracia. A los que se han sumado figuras de la imparcialidad, credibilidad y autoridad moral de personajes como Zapatero.
No hay duda de quién ha ganado en las urnas. Pero el régimen bolivariano ha trasladado la confrontación a la calle. Cientos de detenidos, y un número indeterminado de muertos, son las víctimas inmediatas de las respuestas de Maduro, a las peticiones de verificación de los resultados electorales. Unos datos proclamados a toda prisa por Elvis Amoroso, presidente del Consejo Nacional Electoral, experto en fraudes, cuya relación con la verdad y el respeto a la voluntad nacional sólo coinciden cuando ésta es la misma que la del jefe.
El Ejército, las fuerzas policiales y parapoliciales declaran su apoyo a Maduro, que ha dictado una orden de detención contra María Corina Machado, la figura clave de la oposición, que había hecho un llamamiento a la transición pacífica. Pero que, a la vez, declara su voluntad de resistir frente a las maniobras contra la decisión manifestada por los venezolanos.
La reacción de Estados Unidos, la Unión Europea y un gran número de países de todo el mundo, exigiendo a Maduro que lleve a cabo un proceso de verificación de las actas del escrutinio de estos comicios, si pretende legitimar su proclamación, abre una puerta a la esperanza. Sin embargo, el panorama mundial aparece un tanto complicado. China y Rusia apoyan al régimen chavista. Estados Unidos se enfrenta a un difícil horizonte electoral a corto plazo. La Unión Europea está más cerca de las declaraciones retóricas que de las actuaciones eficaces. Y ¿España? El gobierno se ha sumado a la petición de verificación de los resultados, sin mayores compromisos. La cuestión a partir de ahora es cómo salir de este atolladero de la forma menos trágica posible.
La perplejidad derivada de confiar en la transparencia de unas elecciones presidenciales, convocadas por Maduro, es casi como la de creer en la posibilidad de que Sánchez declare en calidad de testigo, en cualquier procedimiento judicial; sobre todo si se puede ver concernido negativamente, de modo directo o indirecto, o sea en todo caso. Su incapacidad, ante la obligación de decir la verdad, concluiría inevitablemente en perjurio. Además de gravísimas reacciones psicosomáticas, capaces de provocarle un shock traumático, de secuelas de imprevisible alcance. Comprendamos su resistencia a comparecer y finalmente a contestar al juez Peinado.
También con cierto desconcierto mira la mayoría de los españoles, las incongruencias del discurso de Sánchez respecto, entre otras cosas, a sus tratos con ERC. Según el presidente su acuerdo para romper la Hacienda única y, con ella, la igualdad y la solidaridad entre los españoles, «es positivo para Cataluña y para España». Afirma este genio, cuya inteligencia superior, supuesta por quienes justifican sus éxitos en comprar duros por miles de euros, sólo resulta comprensible para sus más acérrimos seguidores. ¿Sabe Sánchez lo que es España? ¿Más allá del conjunto de ciudadanos crédulos a los que tantas veces ha embaucado? No está claro, pues la mayor parte de las autonomías, incluso las pocas gobernadas por los socialistas, se han pronunciado contra su pacto mezquino con ERC. ¿Puede buscar «el reconocimiento de Cataluña como nación y su relación bilateral con el Estado en materias fundamentales» y considerarlo como positivo para Cataluña y para España? ¿Es capaz de creer en la bondad de convertir a Illa en un remedo del propio Sánchez al frente de la «Generalitat», atrapado en un permanente agobio, comprado día a día, tras un primer pago de 60.000 millones de euros?
Esto sólo encajaría en aquella aberración zapaterista, aplaudida por algunos para aprovechar la coyuntura, en beneficio personal, según la cual España es una nación de naciones, y la nación resulta un término discutido y discutible. El vaciado sistemático de España y su fragmentación en otras tantas «nacioncitas» no es positivo para ninguno de los españoles, incluidos los catalanes, defensores de la Constitución, y los separatistas.
Artículo publicado en el diario La Razón de España