OPINIÓN

Con acento venezolano

por Salvatore Giardullo Russo Salvatore Giardullo Russo

Ya han pasado más de seis meses, desde que decidí salir de mi país, en la búsqueda de nuevos horizontes. Para tomar esa decisión, al principio estaba estaba dudoso y con miedo a la vez, ante todo por mi edad, 57 años, los veía como muchos para empezar de nuevo, ya que sol salía para mi a mis espaldas, ya no lo tenía de frente, por ende, el camino que me toca recorrer en la vida, es más corto. Además, abandonar mi tierra, mi casa, mis amigos, renunciar a mi trabajo, en pocas palabras, cerrar el capítulo de mi nación natal y comenzar una nueva aventura a las puertas de la tercera edad, faltando unos años para optar a mi pensión, había que pensarlo muy bien.

Sin embargo, existían otras variables que me empujaban a tomar la decisión de salir de mi amada Venezuela, como la situación económica, la realidad política y social, la inseguridad, el desasosiego y la incertidumbre, son aún hoy en día, insostenibles.

Atrás dejé a mi madre y a mis hermanos. Atrás dejé mi empleo, mal remunerado, pero lleno de satisfacciones. Atrás dejé a mis amigos. Atrás dejé mis sentimientos y mis añoranzas. Atrás dejé los ruidos de Caracas y su aroma. Atrás dejé los amaneceres en la playa. Atrás dejé toda mi vida. Esos sentimientos encontrados, provocaron en mí, una continua lucha para detener el tiempo, tratando de ralentizar los minutos, para que la fecha indicada de mi partida tardara en llegar.

A pesar que traté de convertir cada instante en un recuerdo, para atesorarlos en mi memoria, disfrutando cada segundo y cada circunstancia de mi venezolanidad. Sin embargo, el día tan esperado llegó. Era el momento de recoger las maletas, apurar las despedidas para que no escaparan las lágrimas e ir rumbo al aeropuerto, la única puerta de salida que tiene la situación de Venezuela en estos momentos.

Al llegar a Maiquetía, las colas para realizar el chequeo eran tan largas, que sobrepasaban los límites de la paciencia. Los funcionarios se esmeraban en convertir ese momento, en una larga agonía. Un paso a la vez, una maleta a la vez, se logró llegar al punto de chequeo. Las preguntas de rigor de los funcionarios de migración, que no sabes como responder, porque en el diccionario del idiotismo, no existen esas interrogantes. Una vez chequeadas las maletas, a esperar la lotería, es decir, si tu equipaje salía sorteado, te ganabas el premio de abrirlas en pleno pasillo, para que los encargados de migración la revisaran. Sabes lo que es doloroso, deshacer una maleta y armarla de nuevo. Porque allí, apretujada, va nuestra vida pasada, en cada prenda y en cada artículo, lleva estampada la evocación de nuestra existencia, es un pedazo de país que nos llevamos con nosotros.

Una vez que terminó la última humillación por parte de los cuerpos de seguridad y con la tarjeta de embarque en la mano, ya era hora de las fotos con la familia. El mural de Carlos Cruz Diez, la obra Cromointerferencia de color aditivo, sirve de fondo para nuestra nueva aventura. Nos llevamos en imágenes las rayas y los contrastes de colores, que arroparán de ahora en adelante mi tristeza y mi angustiosa nueva vida.

El momento más duro, son las despedidas. No sabes qué decir ni que cara poner. Te limitas en fundirte en un abrazo profundo con tus seres queridos, para poderte llevar un trozo de esa alma que compartió contigo gran parte de tu existencia. Pasas la puerta de embarque, sin mirar atrás, te das ánimo respirando profundamente, te distraes en hacer frente al nuevo chequeo de seguridad aeroportuaria. Quitarse los zapatos, fuera todo lo de metal, pasar por el detector, abrir las maletas de mano. Intercambiar algunas palabras nerviosas con el personal de seguridad. Diluirte en frivolidades, para no pensar que dejaste atrás a tu familia, a tus amigos y a tu país.

El vuelo al parecer no tiene demora para su salida, no obstante quieres que alguna circunstancia provoque retraso para el despegue, para continuar sintiendo debajo de los pies el suelo patrio, además, para llevar el recuerdo en tu rostro de la brisa caliente del mar Caribe, alargar hasta los límites de lo posible, ese arraigo que nos tiene amarrados a nuestra tierra, a nuestra esencia, a nuestra idiosincrasia. Esa es la verdadera identidad, ese es el verdadero patriotismo.

Pero, nunca falta un pero, hay que embarcar, entrar al avión. El último trayecto que cierra detrás de nosotros la puerta de nuestras memorias, de nuestros afectos, de nuestra existencia. Nos acomodamos, buscando sentarnos al lado de la ventanilla, para seguir viendo las luces de nuestra patria. La aeronave comienza su recorrido, busca la cabecera de pista, para comenzar su aceleración para despegar. Esa carrera para levantar un amasijo de hierro y plástico de muchas toneladas, que encierra en su interior a cientos de venezolanos en búsqueda de una nueva vida.

Primero la cena, ver algunas películas y luego el desayuno, nos señalan que pronto llegaremos. Y así fue, una mañana soleada de enero, a 3 grados de temperatura, arribamos a nuestro destino. Una nueva patria que me acoge con los brazos abiertos, pero que no es mi país, no son mis afectos, no son mi familia.

Nos entretenemos en pasar el tiempo en nuestro nuevo destino en buscarnos la vida. Primero un empleo, para poder así alquilar una vivienda y cubrir nuestros gastos. Sin embargo, cuando nos movemos en la calle, tenemos los oídos prestos, cuando percibimos idiomas distintos y más aún, cuando nos pasa por al lado alguien con acento venezolano. Sin pensarlo, lo abordamos para entablar cualquier tipo de conversación, teniendo como lazo común el mismo país de nacimiento. Solo por el hecho de compartir la misma patria, se crea un vínculo de confianza que se disuelve en recuerdos, anécdotas y añoranzas. Los hay de todas las latitudes, caraqueños, larenses, maracuchos, llaneros, gochos, orientales. Nos intercambiamos números de teléfonos, para concertar alguna reunión, para realizar una noche de arepas o cocinar un pabellón o simplemente hablar sobre nuestro dolor de haber salido de Venezuela.

Por su parte, el tiempo pasa de forma inexorable. Unos días se convierten en semanas y estas en meses. Porque nuestra vida en el extranjero solo se limita en trabajar y trabajar, para poder enviar algo de dinero a nuestras familias que se quedaron en una nación donde los sueños están rotos. Y escondemos nuestra nostalgia, cuando logramos encontrar en los nuevos caminos que nos toca recorrer, a esos compatriotas, que luchan, cada quien en lo suyo, para sobrevivir a una realidad producida por personas que nos han robado al país, que han destruido nuestros proyectos y nos han obligado en salir de nuestra nación. Ese acento venezolano es lo que nos mantiene conectados con nuestra patria.