Mariano Picón Salas fue un insigne venezolano, fundador de la Facultad de Humanidades y Educación de nuestra antigua Universidad de Caracas, quien cubre con su hacer intelectual la primera mitad de nuestro siglo XX y el tiempo inaugural de nuestra democracia civil a partir de 1959.
Para entender a nuestro país nos lega dos imágenes o metáforas que acaso puedan explicarnos nuestro desenlace actual, una tragedia que lleva 30 años de maceración sin opciones inmediatas a la vista. No me atrevo, ni a partir de estas ni de las trazas emborronadas del presente, otear el futuro. Y es que otra vez, como en una suerte de regreso a la hora germinal, se hace pendiente la tarea de encuadernar al país como cuando se nos descuadernó tras el sueño de la Independencia y a raíz de su guerra fratricida; que se repite con la Guerra Federal en procura de una libertad imaginaria y arbitraria que no alcanzamos; y que, al hacernos de ella como ocurriera durante el período de la democracia civil de partidos, entre 1958 y 1998, mal pudimos consolidarla, reformándola a tiempo. No cesa nuestro complejo adánico.
La primera imagen de Picón Salas es la del cuero seco rural, asimétrico, hecho por un cuchillo gastado. Así describe y nos presenta nuestra diversa geografía. Pero le escuchaba decir a mis mayores que era Venezuela, justamente, ese cuero que se pisa por un lado y se levanta por el otro, la de un ser que busca ser sin alcanzar a serlo o que se encuentra condenado al mito de Sísifo. De allí que al resolver sobre nuestras cuestiones las veamos como cosas de circunstancia y al término, quedemos como si nada hubiésemos hecho.
La otra imagen se refiere a los artesanos de nuestra historia, nuestras varias ilustraciones, la de 1810 o la de 1830, o la que se cuece en los años inaugurales de nuestro siglo XX, sirviéndole u oponiéndosele al gendarme necesario; pero empeñadas todas en encontrar la conciencia y razón de nuestro presente, invocando al pasado. “La historia cumplió una urgente tarea de salvación”, dice Picón Salas en su Comprensión de Venezuela, que publica en 1949, antes de agregar que, “en horas de prueba o desaliento colectivo se oponía al cuadro triste de lo contemporáneo, el estímulo y esperanza que se deducía del pasado heroico e idealizado”.
¿Fue esta la apuesta de Hugo Chávez Frías, el del principio, aun cuando temprano advirtiese uno de sus consejeros, Jorge Olavarría, que el camino tomado por este nos devolvería a lo peor del siglo XIX?
Esa labor de escribanía o de orfebrería de nuestra memoria, acometida en una nación pendiente de amalgamarse – que nace descoyuntada y se forja en las localidades durante la colonia – y que es desmemoriada, por atada a la cultura de presente, explica que ese mismo ser que no alcanzamos lo busquemos con obsesión, tras cada asonada o revuelta revolucionaria.
Resalta Picón Salas, aquí sí, la síntesis de lo que éramos y de allí nuestros repetidos reinicios, un “caliente almácigo de jefes”. Tanto que, estos medran solos o, de conjunto sólo cuando lo ven útil y circunstancial, mediando el ideal que reducen a simple mito movilizador de voluntades como en el canto monótono que anima el corretear de las reses en el llano. Son los “hilos sutiles” que dicen sostener el sueño bolivariano de la nación grande que nunca ha llegado a ser, pero que no se la abandona como promesa: la Colombia grande imaginada por Francisco de Miranda; la realizada y frustrada por el mismo Bolívar; la Confederación Colombiana de José Tadeo Monagas, una esperanza sin destino; o la que es motivo de plácemes en Guzmán Blanco, después de anunciarse desde Lima la constitución del Congreso Americano, en el siglo XIX; o en el XX, la que intenta organizar desde Panamá el general Marcos Pérez Jiménez e irrita a Estados Unidos, o la Patria Grande pergeñada por Carlos Andrés Pérez, a partir de 1974.
La idea de la nacionalidad, la grande, lo dice el autor a quien invocamos, es “la verdadera tradición del Libertador”, su “legado moral”, que la entiende como “voluntad dirigida” que ha de mantenerse. Picón Salas –de cuyo último aserto dudamos, aquí sí– la ve e interpreta como “la línea de la nacionalidad” hecha para la defensa “contra los nuevos conflictos de poder y hegemonía que habrán de suscitarse en el mundo”.
La ilustración pionera venezolana mejor recepta la idea de nación –distinta de la de nacionalidad, de estirpe épica como de raíces muy europeas, a la vez que trágicas– en otros términos, que entresacamos de Picón Salas, a saber, como “conciencia poblada de previsión y de pensamiento que desde los días de hoy avizora los problemas de mañana”.
Los ensayos o pedacerías que reúne en una obra suya que apenas sobrepasa las 180 páginas, debería ser materia para el examen de todo aquel quien se diga preocupado por doblegar nuestra ausencia de proyecto histórico o la falta de resolución sobre nuestro drama existencial. Ni optamos definitivamente por la prórroga de ese boceto mesiánico de república autoritaria y tutelar heredado de las espadas, bajo la guía de Bolívar –hijo de los “grandes cacaos”, enemistado con nuestra primera Ilustración– ni nos miramos, cabalmente, en la experiencia del hombre de la ruralidad, nuestro Facundo tropical, José Antonio Páez. Este, concluida la guerra por la Independencia opta por construir o reconstruir al Estado a partir del respeto de nuestra cultura dispersa y de localidades, heredada de España; que es también la de los pueblos de doctrina que juntan a la miríada de naciones nómades e inconexas, sin asiento fijo, que fuimos desde el lejano amanecer.
El asunto es que las realidades del siglo XXI y las del «quiebre epocal» son tan inéditas que nos resultará insuficiente comprender todo lo anterior, para atar y corregir nuestro actual decurso de deconstrucción cultural y política.
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