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Comprar gasolina en Maracaibo

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Vivir en Maracaibo antes de la cuarentena ya era casi un suplicio; con la cuarentena, ya sabemos lo que significa vivir en el infierno: la luz se raciona a seis horas diarias, lo que convierte la casa de uno en un horno. Tampoco hay agua, ni gas, el servicio de Internet debe ser el peor del país, pues además de la inoperancia de la Cantv, los ladrones hace rato que se hicieron de los cables de fibra óptica, que por supuesto no han sido recuperados. Pero de todas las carencias, la más sentida es la escasez absoluta de gasolina.

Hacerse de gasolina en esta ciudad es una experiencia no exenta de cierto riesgo, uno se enfrenta a varios obstáculos, primero: la GNB, que cobra en dólares para que te despachen gasolina en las pocas estaciones de servicio que están abiertas y en donde ellos están presentes, cuidando de que no se produzcan desórdenes, cuando el hecho de estar en las estaciones matraqueando es ya el elemento fundamental del desorden.

Si uno decide salvar este obstáculo, acudiendo directamente al mercado negro, también se enfrenta a ciertos peligros; por ejemplo, uno ve a lo lejos unos muchachos, a veces niños, indicando, con embudos artesanales hechos de botellas de refresco, que tienen gasolina.

El riesgo que es que aparezca la Guardia Nacional y te detenga con los vendedores y las dos pimpinas que querías comprar, pero en la foto que te van a tomar en el comando no colocan tus envases sino tres toneles de gasolina y te califican de contrabandista de combustible. Por cierto, uno no vuelve a ver las dos pimpinas ni vivas ni muertas… ¡Y los 22 dólares tampoco!

Pero, bueno, de no ocurrir eso, lo primero es preguntarles el precio de la pimpina de 5 litros y, más rápido que el rayo, te dicen: «La gasolina colombiana a 10 dólares la pimpina de 5 litros y la venezolana a 13 dólares la pimpina de 5 litros».

Uno, por supuesto, elige la colombiana, que tiene ventajas y desventajas con respecto a la venezolana. Las ventajas es que en términos de hacer andar el carro es la misma cosa, según el niño que la vende (no tiene más de 10 años); además, es más barata. La desventaja, dice el pequeño comerciante, es “que tiene un fuerte olor a pupú; pero, al final, uno se acostumbra”.

Por otra parte, la gasolina te la dispensan en algunos sitios que son una ruleta rusa. En uno de ellos la prensa registró el asesinato de un fulano a balazos. Uno se queda entonces dentro de su carro, con los seguros pasados, los teléfonos escondidos, los que saben rezar elevan sus oraciones a San Miguel Arcángel y los que no, cruzamos los dedos.

Así que cuando por fin ya han despachado la gasolina y se sale de la calle, por lo general de tierra o mal asfaltada, uno respira diciéndose a sí mismo: “No lo vuelvo hacer”. Pero tres días después, cuando las dos pimpinas se consumen, pasando por encima de las recomendaciones que mundialmente se hacen para evitar el contagio y a conciencia de que el coronavirus, según Bill Gates, mata a más hombres que mujeres, mata más a los adultos mayores –allí donde todos me ubican– y ataca con mayor fiereza a los pobres –donde yo me autoubico– después de que la universidad me paga en condición de jubilado no más de 12 dólares, regreso a la agonía de comprar gasolina y, temblando, vuelvo a jugar a la ruleta rusa.

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