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Cómo terminó el ladrón

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En 1952, la junta militar, convencida de que mediante los programas de obras públicas tenía consigo al país, se atrevió a convocar elecciones para darle legitimidad al gobierno.

El régimen que había negado las libertades políticas quería garantizar que todo adulto venezolano votara para proclamar que gozaba del apoyo del pueblo. En abril de 1951, un nuevo código electoral hizo obligatorio el voto para todo varón mayor de 21 años.

El 30 de noviembre de 1952 se llevaron a cabo las elecciones. Cuando se recogía el escrutinio preliminar, Pérez Jiménez salió en estampida de una fiesta y se dirigió al Ministerio de la Defensa. El ambiente era el de un velorio: el cadáver, el suyo.

Pero de pronto, como Jesús a Lázaro, el coronel Carlos Pulido Barrero devolvió al gobierno a la vida desde el sepulcro. «Todo no está perdido. Nosotros tenemos el poder y las armas. No los vamos a entregar», agregó a voz en cuello.

Acordaron los militares, conjuntamente el general Tamayo Suárez y el siniestro Vallenilla Lanz, dar un golpe y mantener a Pérez Jiménez en el poder. La respuesta del dictador fue la más increíble de todas las que recoge la historia: «Si ustedes me apoyan, me quedo… Podría irme al exterior, pero creo que Venezuela me necesita todavía».

En 1983, en entrevista con el profesor Agustín Blanco Muñoz, Pérez Jiménez dijo: «La democracia para nosotros no es la cuestión del voto popular y que bastaba llegar a la presidencia ungido por ese voto para tener patente de corso y hacer lo que te diera la gana (…) Para nosotros, la democracia era la resultante de la labor del gobierno y no del origen del mismo» (Blanco Muñoz 1983: 187).

Cuando Vallenilla Lanz le informó en noviembre de 1952 a Pérez Jiménez que el golpe había triunfado y que no había encontrado resistencia, él preguntó asombrado: «¿Nadie se ha alzado?». Y Vallenilla contestó: «No, coronel, ni un tiro».

Pérez Jiménez gobernó durante un auge de los ingresos estatales y rápido crecimiento económico. Entre 1945 y 1957 gobernó gracias al fraude, rodeado de malandros. Ya no era el jefe; no había ganado, era un simple colega de robos de los militares. Que el día que gritara mucho le recordarían que estaba ahí gracias a ellos y no al voto.

Con la reversión de un ciclo expansivo hacia finales del año 1957, se produjo una enorme contracción fiscal en espiral. Esto provocó que el sector empresarial se sintiese presionado por los acreedores y que muchas empresas se vieran al borde de la bancarrota.

Como bien sabemos todos: «Cuando la crisis entra por la puerta, el amor sale corriendo por la ventana». El principio de la caída del gobierno de Marcos Pérez Jiménez se debió a esta crisis. Desde la cima del auge de 1955, el gobierno había adoptado la práctica de posponer los pagos a las compañías contratistas de la construcción. Emitía bonos que no podían comprarse en los bancos de inmediato, pero que las compañías podían emplear para obtener créditos, a menudo de la banca extranjera.

De hecho, estos bonos gubernamentales constituían préstamos forjados sin interés que «las compañías necesitadas de efectivo se vieron obligadas a vender… a precio nacional inferior» (Kolb 1974: 167). En 1957, este procedimiento había hecho que la deuda del gobierno se estimara ya en 1.400 millones de dólares (Alexander 1964: 60), de los cuales la deuda interna solo representaba la cifra de 150 millones (Vallenilla 1967: 452-453).

En opinión de Marcos Pérez Jiménez, era el sector privado y no el gobierno quien había incurrido en esta deuda. Como la indiferencia del gobierno hacia las demandas del sector privado agravó los efectos de la escasez financiera, y dado que el sector, cada vez más intranquilo ante el clima económico, exageraba su malestar debido a la frustración ante la insensibilidad gubernamental, la recesión económica se empezó a describir como crisis económica.

Si la diferencia entre «problemas» económicos y «crisis» económica es que «se puede convivir con los problemas, mientras que la crisis pone en entredicho “la viabilidad” del sistema» y conlleva un «cambio inevitable», como plantea Smith en sus análisis de las dificultades de Inglaterra (1984: 32), entonces, en esa época, la crisis de Venezuela no era económica, sino política. El sistema político había colapsado.

En principio, el dictador trató de organizar unas nuevas elecciones entre dos partidos: el suyo y Copei, la otra organización política legal. Pero, con miedo de que aquella nueva farsa electoral se le convirtiera en un canal para que grupos disidentes expresaran su oposición al régimen, presionó al líder socialcristiano de Copei, el joven Rafael Caldera, a rechazar el apoyo de los partidos que la dictadura había ilegalizado. Caldera se negó y fue arrestado.

Pérez Jiménez decidió jugársela. De ahí que, el 4 de noviembre de 1957, anunciara que había diseñado un plebiscito —una maniobra inconstitucional y evidentemente vandálica— que presentó como una forma de expresar la opinión sobre el gobierno (Plaza 1978: 94). El 15 de diciembre le pidió a las masas que votaran si aceptaban o no el plan de obras públicas. Semejante manipulación no tenía precedentes en todo el continente.

El día de las elecciones, mientras se realizaba el conteo de los primeros votos, Vallenilla Lanz anunciaba a la prensa internacional los resultados. El régimen se había robado hasta los papeles electorales. El fraude era inocultable.

El escrutinio torcía la voluntad de los electores y decía que Pérez Jiménez tenía 81% de los votos. El régimen había ido demasiado lejos. En realidad, pese a la muy proclamada unidad de las Fuerzas Armadas, en 1952 los militares estaban tan divididos como el país. Como me dijera Rocío San Miguel, directora de la ONG Control Ciudadano, en diciembre de 2015, cuando los herederos de Chávez perdían las elecciones parlamentarias: «El problema es que tienden a ver a los militares con una lupa distinta a la que se ve al país, olvidando que ellos son parte de él… viven, comen y padecen como los civiles».

Durante los últimos años del gobierno de Pérez Jiménez, la jerarquía militar se sentía exenta tanto de la responsabilidad como de las prebendas. Pérez Jiménez hacía nombramientos arbitrarios sobre la base de la lealtad personal y no del mérito. Favorecía al Ejército (su propia fuerza) en detrimento del mérito de otras; para fines de la seguridad interna, depositaba su confianza en los servicios secretos, la temida policía conocida como Seguridad Nacional, el Sebin de la época.

Un informe confidencial de la Embajada de Estados Unidos sobre la situación militar durante 1957 planteaba que el problema no consistía en que una parte demasiado grande del dinero del Estado fuera a parar a los bolsillos de Pérez Jiménez, sino que una parte demasiado pequeña llegaba a la jerarquía militar (Bunggraff 1942: 150).

En medio de esta realidad tensa, la Junta Patriótica, un grupo político que agrupaba a diversos sectores de la vida nacional, se empeñó en convertir aquel descontento con el dictador en una oposición coordinada. Lo cierto es que, el 1º de enero de 1958, la gente creyó que los estruendos que escuchaban eran una extensión de las fiestas de fin de año. Pero no. Los militares se habían alzado. Aviones de la Fuerza Aérea sobrevolaban Caracas y pretendían atacar el Palacio de Miraflores, sede del gobierno.

Pero prendió una mecha donde hasta los ratones marchaban en protesta. El país era una ratonera. En las calles de Caracas, grupos de estudiantes se enfrentaban a la Seguridad Nacional. El 23 de enero de 1958, los militares le dieron la espalda a Pérez Jiménez. El régimen se desmoronó. Numerosos historiadores dan cuenta de que uno de sus colaboradores más cercanos le dijo: «General, vámonos que el pescuezo no retoña». «A las 3:00 de la mañana partió en su avión hacia República Dominicana, buscando refugio en su amigo, el dictador Rafael Leónidas Trujillo. A la huida, dejó una maleta con 2 millones de dólares en el aeropuerto. Cuando el periodista Napoleón Bravo, años después, lo entrevistó para la cadena Venevisión en su residencia en España, contestó: «¿Y dónde ha visto usted un pasajero sin maletas y sin dinero?».

Como diría Óscar Yanes, así son las cosas.

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