OPINIÓN

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Venezuela y España: lecciones a aprender

por Alex Fergusson Alex Fergusson

¿Queda todavía en Venezuela espacio para pensar en un regreso a la democracia, después de más de veinte años de creciente consolidación de un régimen autoritario que se dice democrático, y con la magnitud y complejidad de la crisis económica, social, política y cultural que desató?

No se trata solo de un colapso de la democracia que tuvimos o del deterioro de su calidad; se trata de que todos los aspectos de nuestra vida como sociedad, incluyendo la institucionalidad, han dejado de funcionar democráticamente.

Aunque tales colapsos han sido comunes en la región, la autocratización no lo había sido tanto, pero hoy, Venezuela junto con Nicaragua Cuba, son casos emblemáticos y sin rivales en esta desgracia.

Una de las ideas-fuerza que ha caracterizado este proceso de autocratización, y cuya comprensión puede ayudarnos a entender ¿cómo fue que llegamos hasta aquí?, es la del particularismo. Ese fenómeno psicológico patológicamente fragmentador en la política, en el cual «las partes del todo comienzan a vivir como… todos aparte», es decir, como una dispersión e incapacidad para trabajar por una causa común o un bien mayor compartido.

El particularismo fragmentador comenzó a ser visible en la Venezuela de los años 80, en el seno de los sectores en el poder y sus organizaciones políticas, hoy llamadas opositoras, y más tarde, a raíz de la muerte del comandante Chávez, en el seno del propio gobierno y de su partido.

Este fenómeno se nos reveló, entonces, como un quiste socio-patológico que ha estado allí desde siempre, especialmente en la comunidad política, dejando pocos espacios impolutos. El particularismo potencia las tensiones y obstaculiza los esfuerzos por la convivencia, pues exacerba las incomodidades naturales que supone compartir con los otros.

Estamos entonces, ante una disposición de la mente y el corazón, de espíritus soberbios que sobre dimensionan sus capacidades, se creen destinados a la victoria y se auto reconocen como llamados a avanzar por su cuenta hacia el éxito que creen merecer.

Del particularismo derivan otras dos ideas-fuerza: la acción directa, que hace creer al que la posee, que no tiene por qué contar con los demás; en realidad cree que no los necesita, pues su pensamiento y las acciones que de él derivan, está dominado por tres sentimientos: resentimiento, venganza y envidia.

Para ellos las vías institucionales, la perseverancia, los difíciles caminos al consenso, al diálogo y la obligatoria paciencia, flexibilidad y tolerancia exigidos por la entrega a un proyecto común, son obstáculos indeseables que los separan de su grandioso destino.

En sus mentes, ninguna organización preexistente es merecedora de sus capacidades y solo una institucionalidad hecha a la medida de sus ambiciones podría llevarlos a la gloria a la que están destinados, tal como está ocurriendo ahora en España.

Dentro de esta lógica, toda acción que emprendan para lograr sus metas, está plenamente justificada y es legítima. Luego se ocuparán de que también sea legal o aceptada socialmente, por las buenas (la propaganda) o por las malas (la represión o la imposición).

Aquí no se trata de un debate entre izquierdas derechas, ni tampoco de escoger entre socialismo capitalismo.

A lo que nos enfrentamos es a una mazmorra ideológica que no es pensamiento político serio. No enfrentamos a un proyecto de país alternativo, sino la furia babosa de odio y frustraciones personales. No se trata de interactuar con formaciones antagonistas, gente que piensa distinto, sino de lidiar con patologías psicopolíticas irrecuperables.

La otra idea-fuerza es el funcionamiento sobre la base del concepto de compartimientos estancos. Estos son componentes independientes y desarticulados que pueden compartir espacios y tiempos, incluso algunas aspiraciones nobles, pero que no funcionan como un sistema y, en consecuencia, no tienen capacidad para unir esfuerzos.

Eso ha convertido al país en una sociedad archipiélago, conformada por islas inconexas: las instituciones públicas, las empresas privadas, los partidos políticos, las mafias de funcionarios corruptos, los beneficiarios de la corrupción, los narcotraficantes, las mega banda criminales, la policía, los órganos de seguridad, los militares y paramilitares.

Todos ellos motivados por sus propios intereses, los cuales apuntan frecuentemente a «ponerle la mano a la caja fuerte más cercana o disfrutar de los privilegios del poder», y que se perciben o bien como víctimas o se sobrevaloran a sí mismos y creen falsamente que pueden prescindir de los demás con cierta autonomía.

Mientras tanto, la acumulación de problemas estructurales no resueltos ha ido minando la eficacia y la legitimidad del régimen; pero eso no es suficiente para que ocurra una transformación hacia la democracia y para detener el proceso de disolución del país.

Quizás cuando seamos capaces de adquirir conciencia de los porqués, los para qué y los cómo de nuestra historia política reciente, o cuando frente a la agudización de los problemas sociales y económicos surja en la gente la percepción de que estos se volvieron insolubles, y aparezca un liderazgo capaz de generar confianza y motivar a la gente, podrán producirse cambios rápidos y masivos que marquen la diferencia, como parece que está ocurriendo a raíz del proceso de elecciones primarias opositoras y el surgimiento de un nuevo liderazgo con creciente apoyo popular.

Para finalizar, y aunque lo dicho se refiere básicamente a Venezuela, lo cierto es que muchos de sus elementos pueden ser útiles para dar cuenta de la situación surgida en España, a raíz de los resultados electorales del pasado domingo, y la proliferación de pequeños partidos de los cuales depende ahora, el futuro del país; también puede ayudar a explicar la debilidad de los conceptos de izquierdas y derechas.

Mientras tanto, y parafraseando a Ortega y Gasset (España invertebrada, 1921), «Venezuela y España se van deshaciendo, deshaciendo…».

Artículo publicado en el diario El Debate de España