En Venezuela desde hace tiempo gobierna un régimen cuya legalidad viene siendo puesta en duda por la presunción de fraude que enlodó a Maduro en 2018. Ese régimen ahora está sitiado por todos los ángulos ante la indubitable evidencia del fraude cometido el 28 de julio. A ello deben agregarse las reiteradas advertencias de que los que hoy gobiernan “no dejarán el poder ni por las buenas ni por las malas.”
Mientras tanto, en nuestro continente se han llevado a cabo bastantes elecciones cuyos resultados no han sido objeto de disputa alguna. En Colombia, Petro pudo tomar posesión en 2022 sin inconvenientes. Lula lo hizo en Brasil por tercera vez en 2023 con toda normalidad. Boric asumió la presidencia en Chile en 2022, cumpliendo con todos los requisitos, López Obrador en México pudo ejercer su mandato constitucional por 6 años a partir de 2018 y en Honduras Xiomara Castro es presidente desde 2022. Todos los anteriores son de orientación izquierdista. De la misma manera, en el marco del centro y de la derecha han logrado imponerse Javier Milei en Argentina (2023) , Daniel Noboa en Ecuador (2023), Irfaan Alí en Guyana (2020), José Raúl Mulino en Panamá (2024), Santiago Peña en Paraguay (2023) y algunos otros más.
En pocos días (27 de octubre) habrá elecciones en Uruguay en las que el oficialismo (Partido Nacional) no parece ser el favorito, sin que eso constituya un trauma histórico. Todo ello sin contar el evento que se celebrará en Estados Unidos el venidero 5 de noviembre, que esperamos sea menos agrio que el de 2020.
En ninguno de estos casos existió, ni existe duda del respeto de los resultados pasados ni futuros (excepto el caso de Trump, que fue definitivamente decidido por la justicia). De allí que hoy a nosotros, los venezolanos, quienes fuimos faro democrático continental por cuatro décadas, nos ha tocado ser testigos mudos y reprimidos de un gran desarrollo democrático continental; mientras que en casa todo aquello que en su momento fue obvio ahora nos es negado por quienes usufructúan el poder sin control de ninguna clase.
Sin embargo, está claro ya que el precio de estos abusos viene resultando en un aislamiento cada vez mayor y más evidente, en el cual no son únicamente las democracias quienes presionan -con discutible grado de compromiso-, sino que se constata que incluso los que hasta ahora han venido pregonando su alineamiento solidario con la “revolución bolivariana” ya han comenzado a marcar su distancia, cómo es el caso de las reservas ya expresadas por la Colombia de Petro, el Brasil de Lula, el Chile de Boric, etc. La realidad pronto nos mostrará que aquellos que aún medran de las pocas migajas que todavía sobran en Venezuela empezarán a dejar el barco anticipando su naufragio (Dominica, St. Vincent, Honduras, etc.).
Quienes despachan desde Miraflores y demás sedes de los poderes del Estado no dejan de percibir este mismo cuadro, lo cual resulta en la adopción de decisiones cada vez más insólitas, por no decir desesperadas (patadas de ahogado).
El resultado es el aislamiento cada vez mayor. Como viene siendo el caso con la Unión Europea (27 estados), Mercosur y hasta los BRICS (principales economías emergentes del mundo), que llevan tiempo ignorando y posponiendo la aspiración de Venezuela para formar parte del grupo.
Cierto es que el régimen aún cuenta con aliados poderosos que hasta ahora manifiestan solidaridad (Rusia, China, Cuba y otros). Para ello, Venezuela paga un alto precio constitutivo: nada más ni nada menos que hipotecar el futuro y ofrecer nuestro suelo para facilitar la influencia de estos agentes extracontinentales cuyo interés, obviamente, no es otro que el de alterar la ecuación geopolítica mundial. Triste papel ver a nuestra patria utilizada como peón o mandadera de intereses que nada tienen que ver con los valores ni conveniencias del país, ni del continente.
La situación de desespero y el tutelaje de los nuevos amos ha obligado a quienes detentan el poder a expresar solidaridades insólitas, nada menos que con Hamás, Hezbolá, Irán y demás fauna que representa exactamente lo contrario a nuestros valores tradicionales de pluralidad, tolerancia, solidaridad, etc., que han caracterizado a nuestra patria.
También es preciso reconocer algunas situaciones confusas, como es el caso de España, que por vivir una realidad política interna sumamente inestable se ve en la contradicción de que su Ejecutivo no reconoce la condición de presidente electo de Edmundo González Urrutia, mientras que al mismo tiempo ofrece hospitalidad, transporte y asilo al presidente-electo.
No menos confusa resulta la actitud de Estados Unidos, que habiendo ofrecido múltiples manifestaciones de solidaridad democrática, hoy traduce aquello con la sorprendente flexibilización de las licencias que restringen el negocio petrolero a solo una importante empresa norteamericana, mientras al mismo tiempo reconocen a EGU como legítimo triunfador del 28J. Habrá que esperar que el 5 de noviembre haya un ganador y el 20 de enero un nuevo presidente. Por ahora, lo único claro es que solamente el tema de la inmigración es parte importante del discurso de ambos candidatos que no han definido con precisión cuál será su política hacia Venezuela después del 10 de enero, cuando González Urrutia iniciará su período constitucional (2025/2031).
Dicho lo anterior, lo que se puede concluir es que -según cómo soplen los vientos- se podrá contar con mayor o menor presión internacional, pero el eje del cambio no es otro que la acción ciudadana, difícilmente convocable cuando existe una feroz represión, como es el caso ahora.
La OEA, la Corte Penal Internacional, la Unión Europea, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Comisión de Verificación de los Hechos, etc., son y serán instancias necesarias, pero solo podrán ser eficientes si se potencian con una efectiva resistencia interna de la cual es más fácil discursear que darle el pecho.
@apsalgueiro1