Prometieron. Que nunca nadie más robaría, que todo sería para el pueblo, que cada quien tendría la casa de sus sueños, que nada malo volvería a ocurrir. Prometieron hasta hartarse. Que la Revolución duraría para siempre. Que el sol podía taparse con un dedo. Que la democracia se volvería perfecta, siempre y cuando pasara por sus manos y sus reglas. Que los medios dejarían de mentir, porque mentían claro, y por eso se merecían un escarmiento.
Prometieron que los militares estarían junto al pueblo, con la bota bien puesta en la nuca. Que el paraíso estaba a la vuelta de la esquina, para quien quisiera cruzarla en dirección única y sin retorno. Que Bolívar resucitaría. Que tendríamos el estómago lleno, privilegios, desagravios o venganza incluso, si a cambio les entregaban el alma. Prometieron la verdad, la verdad y nada más que la verdad.
Antes de morir, Hugo Chávez faltó a todas y cada una las cosas por las que dio su palabra, incluida su inmortalidad. El comandante eterno acabó en momia, en caja llena de piedras, en estatua derribada a martillazos. Su sucesor, Nicolás Maduro, no sólo no enmendó el camino de la Revolución hacia su propia tumba, hizo algo mucho peor: se dedicó a cavarla. Profunda. Oscura. Inhóspita. Inmensa. Para que cupieran ahí todos. Los vivos y los muertos.
Se cumplen dos semanas de las elecciones del 28J en Venezuela. El gobierno de Nicolás Maduro se proclamó vencedor sin pruebas y sin la totalidad del escrutinio realizado. La oposición venezolana, representada en María Corina Machado, quien fue inhabilitada como candidata por Maduro y acabó representada por Edmundo González Urrutia, aportó las actas de las mesas de votación en todo el país. La oposición obtuvo 6.275.182 votos, mientras que Maduro recibió 2.759.256 votos.
Desde entonces, lo que comenzó como protesta pacífica en las calles –¿puede ser de otra forma, si los civiles no tienen armas?–, acabó en el peor de los escenarios previstos: que Nicolás Maduro usara su derrota para radicalizarse. Más de 2.000 personas han sido secuestradas y sus viviendas allanadas sin orden judicial, sin abogados ni garantía alguna. Más de un centenar de esas personas son menores de edad. Ya lo hizo en 2017. Nicolás Maduro encarceló y mató como perros a cientos de estudiantes. Y pretende ahora hacer lo mismo con el resto del país al que gobierna. Ahogarlos: sin mensajería móvil, ni redes sociales ni noticias. Una inmensa sepultura a cielo abierto.
Si es eso una luz al final del túnel, sería preferible volarlo en pedazos. La víspera de las elecciones, en esta columna, escribí que los venezolanos sólo se tenían a sí mismos. Y así es. Incluso hasta para morir como perros, sólo disponen de su propia fiereza y fe para soportar de pie lo que otros harían de rodillas. Cómo se puede estar a la altura de esa montaña que ocupan, todos juntos, los más de 2.000 venezolanos y venezolanas torturados por haber salido a la calle a mostrar el resguardo de su voto. Eso: su voto.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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