COLUMNISTA

El Zeitgeist del Che Guevara

por Fabio Rafael Fiallo Fabio Rafael Fiallo

Fue Hegel –pensador pos-kantiano y al mismo tiempo precursor de Marx en el énfasis puesto en la dialéctica (lucha de contrarios)– quien situó en el centro de la filosofía de la historia el concepto de Zeitgeist (espíritu de la época). Se trata del conjunto de ideas, principios y objetivos que dominan un período dado y de hecho alcanzan el rango de verdades incuestionables. Dicho de otro modo, cada época, según Hegel, tiene una escala de valores que le es propia.

Lo más difícil, por supuesto, es descubrir o identificar tal escala de valores. Para ello, un método eficaz, piensa el autor de este artículo, consiste en echar una mirada retrospectiva a los crímenes y abusos que, por ser compatibles con los valores vigentes en el subconsciente colectivo de una época, pasan desapercibidos o llegan a ser justificados.

Este fenómeno se puso especialmente de manifiesto en los tiempos de la Inquisición. Quemar herejes era visto como un acto normal, incluso beneficioso y salvador para quienes perecían ardiendo en llamas en las hogueras, pues, según algunos teólogos de aquellos tiempos, eso les permitiría redimir aquí en la Tierra sus pecados y por consiguiente librarse del fuego eterno del infierno en el más allá.

Algo similar ocurrió durante la Conquista del Nuevo Mundo. Perseguir y sojuzgar a los indígenas de la América recién descubierta se hacía en nombre de la propagación de la religión cristiana. Poco importaba que esos seres humanos evangelizados a la fuerza (se decía entonces, por su propio bien) fuesen así humillados y condenados a la explotación y el exterminio.

Igualmente, la trata de esclavos provenientes de África no provocaba la más mínima reprobación en la época de la expansión de los imperios coloniales. La razón: dicha trata encajaba con el racismo que prevalecía en ese entonces.

Los últimos cien años tienen también sus crímenes y desmanes consentidos por el Zeitgeist reinante. No se trata de todos los crímenes y otros actos censurables perpetrados a lo largo de esos años. Las monstruosidades del nazismo fueron objeto de un juicio ejemplar que tuvo lugar en Nuremberg después de la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, la utilización de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki y del napalm en Vietnam ha dado lugar a múltiples iniciativas tomadas por la comunidad internacional (no siempre coronadas de éxito, es menester precisar) con el fin de detener la proliferación nuclear y prohibir el uso de minas antipersonales y armas de destrucción masiva.

En Suráfrica, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación contribuyó a identificar las violaciones de derechos humanos cometidas durante los años tétricos del apartheid.

En lo que respecta a nuestra América Latina, las dictaduras militares de derecha del siglo pasado han sido objeto, muy merecidamente, del oprobio general.

Lo que, en contraste, brilla rotundamente por su ausencia es un reconocimiento de la misma índole con respecto a los estragos causados por regímenes autoproclamados socialistas que presumen de representar y defender a los explotados y oprimidos del mundo. Los campos de concentración de la Unión Soviética y la China de Mao Tse-tung; el gulag del castrismo, es decir, las UMAP (unidades militares de ayuda a la producción); el asesinato de kulaks (campesinos) por órdenes de Stalin, las hambrunas generadas aviesamente por Stalin y Mao Tse-tung, los desafueros de Mengistu en Etiopía, así como otras brutalidades de la misma naturaleza perpetrados en nombre de la “construcción del socialismo”, arrojaron un macabro saldo que, a la caída del Muro de Berlín, se elevaba a 100 millones de víctimas según el recuento harto bien documentado que presenta el Libro negro del comunismo, trabajo colectivo de un grupo de investigadores de renombre mundial dirigido por el historiador francés Stéphane Courtois.

Por ser compatibles con el Zeitgeist de nuestro tiempo, en el que la pretendida lucha contra las desigualdades sirve de pretexto para validar y justificar cualquier tipo de fechorías (como ayer quedaba justificado todo lo que se hacía en nombre de la propagación y afianzamiento de la cristiandad o de la civilización occidental), los crímenes de los regímenes socialistas son vistos con indiferencia y relativizados, cuando no son simple y llanamente disculpados, por los abanderados de la “revolución”.

Con la excepción del genocidio perpetrado por Pol Pot y sus jemeres rojos en Camboya (excepción que confirma la regla), los responsables del socialismo no han sido sometidos nunca a un juicio similar al de los criminales nazis en Nuremberg. Y a diferencia de lo que ocurrió en Suráfrica después del apartheid, nunca llegaron a crearse comisiones destinadas a ventilar, y eventualmente sancionar, los horrores de los diferentes regímenes comunistas.

Por regla general, la izquierda revolucionaria solo admite, y condena, los crímenes de su campo cuando sus amos ideológicos, es decir, los regímenes socialistas, le dan la autorización. Pasó con los crímenes de Stalin, negados obstinadamente por dicha izquierda hasta que el 20º congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, celebrado en 1956, decidió reconocerlos y condenarlos (no en aras de la verdad o de la justicia, cabe precisar, sino con el propósito de tranquilizar a los nuevos jerarcas del partido y persuadirlos de que la época de las purgas estalinianas había quedado atrás).

No hay mejor prueba de la detestable y selectiva aceptabilidad de las atrocidades del socialismo que las declaraciones de Eric Hobsbawm, intelectual “revolucionario” inglés de prestigio internacional. Cuando un periodista de la BBC le preguntó en 1994 (es decir, a raíz del desplome del bloque soviético) si la pérdida de 15 a 20 millones de seres humanos hubiera quedado justificada si la misma hubiese servido para consolidar el comunismo, Hobsbawm no tuvo reparo alguno en responder que “sí”.

Por su parte, el muy izquierdista Ignacio Ramonet, ex director del periódico francés Le Monde Diplomatique, acaba de alabar lo que él calificó de “sutileza, paciencia, coraje y decisión” del presidente Nicolás Maduro, así como su “fina inteligencia estratégica”, por haber logrado sofocar las manifestaciones de protesta que proliferaron en Venezuela en 2017, sin importarle las miles de detenciones ilegales, los centenares de presos políticos y el centenar de muertos que costó dicha sofocación.

Tan patente ha sido la hegemonía del discurso de izquierda en los valores dominantes de nuestra época que dicho discurso ha logrado incluso fabricar un ícono de dimensión internacional: Ernesto “Che” Guevara.

He ahí un revolucionario cuyo retrato adorna las camisetas y gorras de hombres y mujeres en más de un continente. Hombres y mujeres que no conocen ni tratan de conocer, o a quienes les importa un bledo, la actitud intolerante y violenta que siempre mantuvo el Che y que lo llevó a afirmar, cuando estaba en la Sierra Maestra: “Aquí en la selva cubana, vivo y sediento de sangre”.

Las perlas del Che incluyen las siguientes frases:

“Para lograr regímenes socialistas habrán de correr ríos de sangre y debe continuarse la ruta de la liberación, aunque sea a costa de millones de víctimas atómicas”. Poco les ha importado esa frase a los adoradores del Che que al mismo tiempo condenan con brío el uso de la bomba atómica por el “imperio” en Hiroshima y Nagasaki.

“Si los misiles hubiesen permanecido en Cuba, los habríamos usado contra el propio corazón de Estados Unidos, incluyendo la Ciudad de Nueva York”. Poco les ha importado esa frase a los adoradores del Che que al mismo tiempo se autoproclaman defensores de los migrantes latinoamericanos que viven “explotados” en las ciudades del “imperio”, incluyendo Nueva York.

“El negro indolente y soñador gasta su dinero en cualquier frivolidad o diversión, mientras que el europeo tiene una tradición de trabajo y economía que lo sigue hasta estos lugares de América y lo lleva a progresar”. Poco les ha importado esa frase a los adoradores del Che que al mismo tiempo se manifiestan contra el racismo subyacente en la sociedad norteamericana.

Y es precisamente ese Che Guevara a quien la alcaldesa socialista de París, Anne Hidalgo, tuvo el tupé de calificar de “ícono militante y romántico” con motivo de una exposición de imágenes y frases de dicho personaje, celebrada recientemente en el Ayuntamiento de la capital francesa.

Hoy, ya no se queman herejes en Europa, ni se someten aborígenes en América, ni se practica la trata de esclavos en nombre de la expansión colonial. Pero sí se encarcela, se tortura y se asesina a disidentes y opositores de regímenes “progresistas”, en particular en Cuba y Venezuela. Todo ello bajo la mirada indolente, aprobadora e incluso admirativa, de los descendientes políticos del Che.

Y así como las autoridades de la Inquisición argüían que la muerte en la hoguera podía beneficiar a quienes se les suprimía la vida, y que los conquistadores tenían la potestad de decidir lo que era mejor para los indígenas sojuzgados, los jerarcas revolucionarios de nuestro tiempo pretenden saber mejor que los propios pueblos sometidos a su yugo lo que a estos les conviene. Basados en esa premisa absurda y vil a la vez, les niegan a dichos pueblos el derecho de escoger sus gobernantes en elecciones libres, pluralistas y justas, con la repugnante connivencia de los abogados de la construcción del socialismo.

Los abanderados de la “revolución” se presentan como quijotes prestos a deshacer los entuertos de la desigualdad, cuando en realidad no son sino cómplices de los crímenes horrendos de su campo. Se ofertan como heraldos de la sociedad futura, cuando en realidad no son sino insubstanciales desechos de su tiempo.

A ellos, la historia les tiene reservada la misma suerte que a los panegiristas de la Inquisición, de la Conquista de América y de la trata de esclavos, es decir: serán denunciados con desdén y sin ambages una vez logremos superar, como con certeza ocurrirá, el Zeitgeist del Che Guevara.