Colombia enfrenta su peor momento en cuanto a la producción de cocaína por los altos niveles de la sustancia que están poniendo en el mercado. En el año 2016, el último con estadísticas disponibles, 866 toneladas de la droga entraron en circulación. Este volumen representa 1.400 millones de dólares. Quien quiera que sea su próximo gobernante debe abordar este tema con gran seriedad dada su trascendencia y su capacidad de subvertir el legado que dejará el presidente actual tanto en materia de paz, como de seguridad ciudadana. Una actividad de ese calado es suficiente motivación para que quienes la manejan pongan todo su empeño en darle continuidad y en imprimirle dinamismo.
En la lucha contra la siembra y el procesamiento de coca, Colombia no ha estado sola en los años de la administración actual. Dos socios, uno bueno y uno perverso han estado presentes en el escenario, uno para ayudar y otro para “desayudar” en una batalla tan tenaz como la que le toca.
Estados Unidos ha hecho causa común con el gobierno colombiano, aportando experticia antidroga y dinero ya que, para los americanos, tal nivel de contaminación de un solo país provoca en su suelo estragos inconmensurables. Es que 90% de la cocaína que circula en su geografía proviene de Colombia. El gobierno de Barack Obama se dejó seducir por la estrategia montada por el gobierno de Juan Manuel Santos en Colombia, quien actuaba bajo la presión de las FARC en medio del proceso de construcción de una paz convenida. Uno de los acuerdos más equivocados y nocivos fue la paralización de la fumigación de cultivos ilícitos y, en ello, Bogotá y Washington se dieron la mano. Hoy ya se sabe cuánto daño le hizo al proyecto antidroga tal determinación. Los sembradíos continuaron creciendo mientras la eliminación manual andaba a paso de tortuga.
Paralelamente, el otro gran aliado colombiano, Venezuela, se fortalecía grandemente en el trasporte de cocaína, sin que Estados Unidos pudiera mover un dedo para impedirlo. Buena parte de la cúpula militar venezolana y agentes del gobierno, apoyados por la administración de Nicolás Maduro, encontró en esa actividad una fenomenal manera de llenar sus bolsillos.
El resultado de todo lo anterior es el que vemos hoy: Colombia cada día produciendo más coca y Venezuela cada día comerciando más cocaína, los grandes carteles de la droga atornillados en los dos lados de la frontera y un número importante de ex guerrilleros en franco proceso de migración de la actividad criminal del terrorismo al del tráfico de drogas.
Pero eso no es todo. Independientemente de las razones que hayan llevado a Colombia hasta el punto en que se encuentra hoy, el impacto social que tal crecimiento conlleva plantea un problema concomitante a resolver que es el de conseguir una fórmula para reinsertar eficientemente dentro de las corrientes de trabajo y de crecimiento a cerca de 100.000 familias que perciben sus ingresos de esta actividad. Se logra poco con un combate duro y eficiente de la producción de coca y cocaína, el que deberá emprender el nuevo presidente, si la consecuencia es el hambre para medio millón de personas.
Todo ello pudiera agravarse notablemente para los colombiano si Estados Unidos decidiera descertificar a Colombia en el combate antidroga, con lo cual toda la ayuda económica y estratégica se paralizaría. El tema ya se ha planteado en la capital americana pero cuesta creer que tal curso de acción pueda implementarse cuando solo hay un semestre de por medio para que un nuevo inquilino se instale en el Palacio de Nariño. Estados Unidos lo pensará mejor no solo por Colombia, sino porque el frente activo en el lado venezolano solo les augura mayores dificultades a los americanos.