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De vueltas con el fascismo

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Creo que fue Robert Dahl el que dijo, palabras más, palabras menos, que una sociedad extremadamente politizada que no deja resquicio alguno a la individualidad se termina volviendo agotadora. Algo de esto ha sucedido en Venezuela desde hace dos décadas y está sucediendo en España actualmente. No parece casualidad que los gobiernos socialistas logren enrarecer y crispar rápidamente el ambiente social dejando poco espacio, o ninguno, para la paz interior. Y ello porque tal vez gustan de poner en práctica aquella máxima marxista de que en la lucha revolucionaria se debe, ante todo, evidenciar las contradicciones del sistema capitalista.

Chávez, por ejemplo, hacía constante alusión a la lucha guerrillera de los años 60, superada por la pacificación que llevó a cabo el gobierno de Rafael Caldera, que estableció la inclusión exitosa en la vida política de los elementos que se habían alzado en armas, abriendo unas heridas que ya estaban cerradas. Lo mismo está haciendo Pedro Sánchez con un pasado franquista que se consideraba igualmente superado, y otro tanto hace en México López Obrador con el pasado indígena y  revolucionario del país.

Las sociedades que ellos gobiernan  ̶ o pretenden gobernar ̶  se ven rápidamente envueltas en un leguaje que insiste en lo colectivo, y obvia la interioridad y el espíritu. Como decía Hannah Arendt, una de las máximas de los sistemas totalitarios, o de pensamiento único, es mantener en constante movimiento a la persona, haciendo que se olvide de su individualidad. De alguna forma, aborregándolos, como decíamos la semana pasada.

En esa crispación que les otorga vida a los sistemas que desean implantar estos señores que aparentemente todavía creen en la lucha de clases y el conflicto, como los mencionados, ocupa un lugar predominante el concepto de “fascista” o “facha”, que manosean tanto. Unos y otros lo usan a discreción. Recuerdo que en los primeros días del chavismo se usó tanto que nuestros alumnos preguntaban una y otra vez cuál era su significado.

En estos días en una televisora española sucedió algo similar. El escritor Sánchez Dragó se vio en la necesidad de aclarar este concepto a uno de esos socialistas arrogantes, de característica sonrisa sardónica, que insistía en calificar a Vox de fascista. Decía allí Dragó que en última instancia el fascismo quiere imponer violentamente sus ideas totalitarias a sus adversarios y que en modo alguno él ha visto hacer eso a Vox; antes bien, que han sido sus miembros los que han sido una y otra vez atacados.

Habría que recordar una vez más que el fascismo fue una creación de Mussolini, un ser que militó en el Partido Socialista Italiano y que dirigió su periódico Avanti. Lo único que lo separaba de sus compañeros internacionalistas, de los cuales se apartó, era su nacionalismo, pero por lo demás creía en la supremacía de la violencia y el Estado, y se consideraba socialista, antiliberal y colectivista.

En 1995, la Universidad de Columbia organizó un congreso de Filología en el que participó Umberto Eco. Allí el filósofo italiano expuso 14 claves para reconocer lo que él llamó fascismo eterno, en las cuales vuelve a sobresalir la envidia por los que más tienen, el desprecio por el pensamiento individual y crítico, el culto a los héroes, a la acción y al principio de guerra permanente.

En fin, a estas alturas considero que aunque el fascismo no es un cuerpo de ideas monolíticas sino más bien una ideología ecléctica en la que subsisten ideas contradictorias, lo que sí está claro es que a través de él se pretende implantar un sistema totalitario contrario fundamentalmente a la libertad de escoger de los ciudadanos, con raíces socialistas, intervencionistas y nacionalistas. Algo que de por sí dista mucho del sentido en que lo emplean constantemente los socialistas para designar a sus enemigos liberales. Se cansa uno.

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