En discursos y artículos de opinión de las últimas décadas, con cada vez mayor frecuencia, se ha dado por citar frases de autores y personalidades de renombre, con el señalado propósito de reforzar planteamientos o de aportar luces a ese inagotable camino que intenta llevarnos a la comprensión del acontecer nacional. En ocasiones –dependiendo de quién escriba– se citan fuera de contexto, también suelen interpretarse de manera sesgada, con lo cual se pierde la oportunidad y el provecho que podría obtenerse de ellas.
El ejercicio del voto libre y periódico –ha dicho Ortega y Gasset– es el detalle esencial de la democracia. Y lo es no porque lo diga el gran filósofo español en tan atinada frase, sino porque la esencia de la democracia se encuentra en ese Estado de Derecho que consagra elecciones libres, las leyes vigentes y la garantía de su cabal cumplimiento, con lo cual se asegura la realización plena de los objetivos democráticos de libertad e igualdad, no en su sentido meramente formal, sino en su dimensión sustancial y de fondo. La frase de Ortega, ciertamente vale la pena citarla en el contexto de aquello que estamos viviendo en la Venezuela de nuestros días.
Hispanoamérica, desde los años ochenta del pasado siglo, asistió al esperanzador predominio de la “democracia electoral” y ante todo la reinserción del parlamento como representación actuante de las mayorías populares. La experiencia en esta materia posibilita comprender, sin mayores reparos, que los procesos electorales y la participación política de los ciudadanos y sus representantes legítimamente escogidos permiten solucionar tensiones en los ámbitos social y político. La salida electoral es una clara alternativa a la violencia que resulta del mal gobierno y de la disfuncionalidad a veces manifiesta en los sistemas electorales, aquella que limita o anula una participación transparente del ente rector, así como la irrestricta –aunque ajustada a la ley– de todos los actores políticos. ¿Quién puede válidamente sostener que en la Venezuela de nuestros días se cumplen estas premisas fundamentales? La respuesta parece obvia.
La colectividad venezolana –ante todo el venezolano de a pie– viene siendo sometida al agravio público provocado por un empeño que no cesa ante las inmensas carencias de bienes esenciales, que niega o esconde la ineficacia del Poder Ejecutivo en funciones, que pretende sin éxito posible ocultar el deterioro en las condiciones de vida, de la seguridad personal, cada vez más amenazada por una delincuencia común amparada en la impunidad. Y por lo visto –esa misma colectividad nacional– ha caído en estado de aguda perplejidad y de “resignación impotente”, en la medida que sus certezas y aspiraciones se estrellan en una suerte de “punto muerto” que no provee solución alguna; el gobierno no resuelve lo necesario para avanzar sobre la crisis que agobia al país, tampoco es para él sugestivo encauzar la vía democrática en elecciones expeditas y diáfanas, para de tal manera dar oportunidad a nuevos actores y nuevos procedimientos. Y es que las “candidaturas vitalicias” que campean desde 1998 –hasta ahora han sido dos, a cual peor que la otra– y sobre cuyos hombros recae toda la responsabilidad del gran desastre que nos envuelve, no dan paso a la alternabilidad democrática. La oposición política está mal vista desde el sector oficial, es perseguida y encarcelada, también forzada al exilio. Y en este trance, ninguna alternativa que se oponga al “candidato vitalicio” alcanzará los propósitos del cambio político. Eso sí, las ruidosas campañas se mueven, los candidatos contrincantes intentan fraguar propuestas novedosas –la dolarización y la apertura económica están a la orden del día– que atraigan a un electorado exhausto y desanimado ante la poca confianza que irradia el árbitro electoral y la exigua credibilidad de los líderes de oposición.
La sugerida elección presidencial no es elección ni puede serlo si el voto no es libre. ¿A qué engañarnos con el subterfugio de que no existe mejor opción que votar el próximo 20 de mayo? Claro que la hay, siempre que el proceso se sostenga en un sistema electoral institucional, un árbitro confiable y unos candidatos avalados en credenciales verificables, en propuestas creíbles para el electorado. Un gobierno en funciones que no abrogue los resultados creando instituciones paralelas, no previstas en la Constitución y leyes vigentes. Es ese el petitorio del ciudadano de buena voluntad, de los actores de la comunidad internacional que vienen impulsando el cambio y la salida democrática. Sí hay vocación democrática en Venezuela, pero no bajo este remedo que se nos quiere imponer entre el gobierno y la cómplice complacencia de unos cuantos dirigentes de oposición.