COLUMNISTA

«Vísteme despacio que tengo prisa»

por Armando Martini Pietri Armando Martini Pietri

Se decía que Fernando VII se encontraba acompañado de su ayudante antes de asistir a una importante reunión. Influido por el nerviosismo de querer vestir al monarca a toda prisa, no atinaba a realizar correctamente su tarea, por lo que el rey le espetó: “Vísteme despacio que tengo prisa”. También se asigna esta frase a otros personajes históricos como Napoleón Bonaparte o Carlos III. Lo que sí parece un origen claro de esta frase, al menos en su sentido, es el mandato que el primer emperador romano, Octavio Augusto, decía a sus asistentes: “Apresúrate lentamente”; y también en su momento, aconsejó: “Caminad lentamente si queréis llegar más pronto a un trabajo bien hecho”

La mejor manera de apresurarse es hacer las cosas con el cuidado necesario de forma que podamos avanzar con seguridad. El proverbio refleja la inconveniencia del apresuramiento. El significado de la expresión es que cuando más prisa se tiene por hacer o lograr algo, más cuidadoso hay que ser. Cuando por apurado se dejan escapar detalles, se olvida cumplir pasos, se deja obsesionar –vale decir, enceguecer– por la meta.

Del apuro solo queda el cansancio, decían los viejos que fueron nuestros abuelos, que es también una forma de llamar a la calma, cubrir con precisión cada espacio, definir cada elemento para, así, hacer la labor completa, sin fisuras ni descuidos perjudiciales y que no solo frustran propósitos, sino terminan en batallas bien diseñadas pero perdidas.

Eso les pasa a muchos, cuando se apresuran por inexperiencia, ansias o soberbia a saltar escalones para alcanzar la cumbre, y en ese escalar apresurado se rompen una pierna o dejan caer lo que les hace falta y en consecuencia llegan tarde –o nunca– al tope buscado.

Pasa en política, que enlaza lo exterior con lo interior, eso llamado diplomacia. Y está pasando justo ahora, cuando hemos subido cada vez más rápido escalones y tenemos la azotea a la vista. Los afectados por la prisa cuando se dejan deprimir por el engorroso documento final del Grupo de Lima en Bogotá. No porque no se tenga razón, sino porque permitimos que una cierta frustración nos ocultara lo que ya sabíamos, el ritmo real de la diplomacia desde la perspectiva del apresuramiento trágico, terrible, sangriento, brutal, que esta semana convirtió un acto hermoso, cargado de esperanzas y positivas posibilidades como debió ser el ingreso de toneladas de alimentos y medicina por la ayuda humanitaria, en una tragedia en llamas, violencia, heridos, golpeados y derramamiento absurdo de sangre venezolana, hasta la forma estratégica en que los gobiernos analizan, diseñan y aplican sus políticas internacionales.

Decía también otro histórico que los países no tienen amigos sino intereses, lo cual es cierto, una verdad que jamás debemos olvidar. La diferencia importante es cuando esos intereses son realmente del país, como por ejemplo el de los países del Caribe y Cuba respecto a Venezuela, su petróleo, negocios y economía que condicionan el esquema de las relaciones, y cuando los intereses son personales, como la fascinación de Hugo Chávez por Fidel Castro, la sumisión de Maduro por tan nefasto, demoníaco personaje y ahora por su octogenario e implacable hermano heredero en La Habana.

El otro aspecto es que la Venezuela bajo la tiranía castro-madurista ya no es asunto de sintonía ideológica, memoria histórica ni cariño entre hermanos bolivarianos, es de interés de numerosos países que están recibiendo, y en mucho ayudando, a un exilio formado por centenares de miles de venezolanos que además de afecto, les cuestan una gran cantidad de atención, uso de instalaciones, servicios estatales, regionales y millones de dólares.

El Grupo de Lima no respaldó la petición de la mayoría de un país y del propio presidente interino Juan Guaidó, de una intervención humanitaria conjunta en Venezuela, que es lo que quiere Estados Unidos, dispuesto a poner recursos, pero no a hacerlo solo, porque considera que necesita acompañamiento en la que sería, sin duda, una mediación ruidosa.

Ha sido constante doctrina diplomática latinoamericana desde hace décadas el rechazo a cualquier intervención y conflicto armado entre países. Es de recordar que la Cuba de Fidel Castro de los sesenta, fue expulsada de la OEA cuando el gobierno de Rómulo Betancourt demostró en ese organismo la intervención armada de La Habana en territorio venezolano, conocido como el incidente o intento de invasión en la playa de Machurucuto. 

Nuestro continente nunca se ha mostrado proclive a cualquier intervención, y es de recordar la tan mencionada en Panamá contra el tirano militar gritón, narcotraficante y machete en mano, Noriega, recibió sólo un voto a favor, el del mismo Estados Unidos, detalle a tomar en cuenta.

Pero se trata ahora de que, aunque no se produzca la intervención en la Venezuela del castromadurismo, la realidad es que la tiranía ha venido subiendo paso a paso, a veces incluso a saltos, la escalera hacia el abismo. Por eso, y por los tiempos propios de la diplomacia, recuperemos la fe perdida por unas horas, y miremos con renovada confianza, caminemos con cuidado para no dar tropezones en el apuro. Porque las víctimas podemos darnos el lujo que el régimen no puede: alargar la paciencia. 

@ArmandoMartini