La historia comienza con Philip K. Dick, el escritor más influyente de la ciencia ficción del siglo XX. Un visionario entre charlatanes, como lo definió otro grande del género, el polaco Stanislaw Lem, autor de Solaris. Tal vez la propia historia de Dick fuera la mejor de sus novelas. Hijo de padres divorciados, sobreviviente de su hermana gemela muerta por la negligencia de la madre, a quien siguió apegado de por vida; paranoico convencido de que los comunistas dominarían el mundo, que la CIA lo perseguía, fóbico ansioso, casado cuatro veces y anfetaminodependiente durante toda su vida, el pobre Dick murió a los 53 años. Los derechos de la adaptación al cine de su novela ¿Acaso sueñan los androides con ovejas eléctricas? lo habían rescatado de su pobreza crónica. Se fue el 2 de marzo de 1982, de un golpe de fortuna que los médicos llamaron ACV, tres meses antes del estreno. La versión, muy libre, por cierto, era dirigida por una joven promesa del cine llamado Ridley Scott. Llevaba un título filoso y atlético: Blade Runner.
Un ingrediente adicional sobre Dick. La necesidad de escapar de un mundo que parecía tenérsela jurada lo llevó a imaginar otros en una obra envidiablemente prolífica. Porque en 44 novelas y 121 cuentos dibujó mundos paralelos, realidades alternativas, universos que se desdoblaban o recuerdos falsos que se insertaban en androides. El bueno de Dick había inventado la posverdad, o las fake news mucho antes de Trump y sus secuaces. Para ponerlo en términos de la tristeza que impregnaba su imaginación “si este mundo les parece malo, debieran ver algunos otros”, dijo en 1977 en un congreso de ciencia ficción en Metz, Francia.
La película transcurría en 2021 en una Los Ángeles azotada por la lluvia ácida, la polución y el desgano. Postulaba un universo en el cual los científicos desarrollan androides para trabajar en las colonias espaciales a las cuales los humanos emigran. Pero esos androides, de la serie Nexus, eran indistinguibles de los seres humanos, salvo por ciertos comportamientos de baja empatía que posibilitaban su identificación y “retiro”, en la jerga de los cazarrecompensas que los perseguían para eliminarlos, los “blade runners” del título. El término es intraducible, pero vendría a ser algo así como “los que manejan la hoja de la navaja” o, tal vez, los que corren sobre la misma. El conflicto entre los “blade runners” y los “replicantes” era doble. Por un lado estaba el viejo esquema de perseguidor perseguido, pero a un nivel menos capilar el drama reponía una de las preguntas claves de la antropología filosófica: ¿dónde comienza lo humano? ¿Cuál es la diferencia real entre un androide y uno de nosotros? Oprimidos por una atmósfera oscura, agria y hostil, los personajes apenas si se planteaban la cuestión, pero para que el espectador la resolviera quedaba una memorable secuencia final. El líder de los replicantes moribundo, musitaba lo que en realidad era un alarido frente al silencio de los espacios infinitos: “He visto cosas que ustedes jamás creerían. Naves de ataque ardiendo en el hombro de Orión, rayos C brillando en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhauser. Y todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”. La película fue un inicial fracaso de público y apenas si recaudó 17 millones de los 28 millones de dólares que costó, pero se transformó en un clásico instantáneo, un filme de referencia para todo el género. Y, eventualmente, un gran negocio. Siempre existió la tentación de una segunda parte, y, como paliativo, salieron varias versiones de las cuales las más notorias fueron un “director’s cut” (versión del director) de 1992 y un “final cut” para su 25 aniversario. Todas, la verdad sea dicha, replicaban, cual androides, la magia del original. Una secuela era no solo inevitable, sino además esperada por los fans, que, a la larga, siempre viven de ilusiones.
Así que, finalmente, tenemos entre nosotros uno de los filmes más esperados del año. El plato estaba servido porque el original terminaba con el protagonista huyendo con una replicante a la cual no solo no había retirado, sino con la cual tenía un affaire que hubiera puesto a Eros a pensar. La nueva versión retoma ese esquema, pero antes de llegar a él, el espectador debe padecer una larguísima introducción complicada por vueltas innecesarias en el argumento que, a la larga, trae de nuevo a un cansado Harrison Ford y una explicación aún más complicada sobre su relación con la replicante de 2021. El libretista –el mismo del original– probablemente pensó que los androides soñaban con espectadores incautos y estira hasta lo imposible una anécdota que ocupa 2 horas 47 minutos. Un largo bostezo. Para volver a las palabras iniciales de Lem, el Blade Runner del 82 era la obra de un visionario.
La del 2017 es la versión de unos charlatanes.