Recordar desde Venezuela el día en que, tras 28 años de encierro, los berlineses derribaron el muro con el que el régimen comunista los había separado y aislado, es hoy más que pertinente. A la admiración por el coraje del momento se une la que se siente ante la consistencia del impulso reunificador. Tienen los alemanes una expresión que resume lo complejo e inspirador ese largo trecho, que no comenzó ni terminó del 9 al 10 de noviembre de 1989 y se prolonga hasta el presente: la expresión es die wende, el viraje.
Vista en retrospectiva, la construcción del muro no debería haber tomado a nadie por sorpresa. Fue temprana la referencia de Winston Churchill a la cortina de acero, expresada como advertencia desde Estados Unidos y, ese mismo año 1946, la del diplomático estadounidense George Kennan en su largo telegrama al presidente Harry Truman sobre la hostilidad y expansionismo como conducta exterior de la Unión Soviética. Todo ello se vio confirmado con la consolidación del control comunista de Europa del este desde 1945 y el bloqueo soviético de Berlín entre junio de 1948 y mayo de 1949. En los años que siguieron, la huida al sector occidental de miles de berlineses orientales también confirmó la naturaleza opresiva del régimen comunista que, a partir de 1961, materializó la imagen del telón de acero hasta convertirla en una altísima barrera de piezas de concreto.
El derribamiento de ese muro tampoco debería haber sido sorpresivo, pero de ningún modo comparable a la caída de un viejo árbol, como alguna vez dijo Mijail Gorbachov seguramente para no entrar en detalles. Fueron muchos, y en realidad no precisamente detalles, los hechos que antecedieron el final del muro y del bloque soviético. Para comenzar, el debilitamiento económico y militar de la potencia soviética ante cual el propio Gorbachov, tras llegar al poder en 1985, inició las políticas de restructuración y transparencia interior, su acercamiento a Occidente y, especialmente, a Estados Unidos. En mayo de 1987, en Berlín oriental, Gorbachov proponía a Erich Honecker, presidente de la RDA (República Democrática Alemana, democrática como en el engañoso recurso de llamar democracias populares a los regímenes comunistas impuestos en Europa oriental), que abriera pasos en el muro; en junio, el presidente Ronald Reagan desde el otro lado de Berlín, frente a la puerta de Brandemburgo, decía: “Sr. Gorbachov, derribe este muro”. Eran tiempos de negociaciones entre las potencias del orden internacional bipolarizado y de construcción de acuerdos de limitación de armas nucleares. Quedaba atrás el momento del discurso de Reagan sobre el imperio del mal y mucho más lejanos en el tiempo quedaban la alianza defensiva soviética y, para el régimen de Alemania oriental, los días del “beso fraternal socialista” de Brezhnev y Honecker.
En el año 1989 confluyeron el relajamiento de la última fase de la Guerra Fría y el aumento de las expresiones de descontento y protesta en Europa oriental. Tanto así, que la caída de los regímenes comunistas asemeja la de una hilera de fichas de dominó: Hungría, Polonia, Estonia, Letonia y Lituania, Checoeslovaquia y finalmente también Bulgaria y Rumania, siendo este último el único caso en el que hubo violencia. En la RDA la presión de las protestas no fue menor y en octubre debió renunciar Honecker, sin que eso aminorara la inconformidad y sus manifestaciones de diversas maneras, desde la continuidad de los intentos exitosos y fallidos de cruzar el muro, protestas en la calle como la muy concurrida del 4 de noviembre en reclamo de reformas políticas, hasta la voluminosa procura de asilo en embajadas occidentales. La presión era grande y el gobierno optó por facilitar la obtención de pases fronterizos. De modo que, aunque lo que precipitó la movilización masiva para derribar el muro fue la respuesta del portavoz gubernamental, por el Partido Socialista Unido Alemán, Günter Schabowski, a la pregunta de un periodista en una rueda de prensa internacional televisada, en realidad el camino ya estaba preparado.
No bastó lo propicio del entorno internacional: la movilización de los alemanes fue indispensable, tanto como lo fue la disposición de la República Federal Alemana, la verdaderamente democrática, para emprender el giro reunificador con todo lo que humana, material e institucionalmente fuera necesario. La reunificación supuso desarrollar programas que atendieran lo urgente, incluido el desmontaje del poderoso aparato represivo del Ministerio para la Seguridad del Estado (Stasi),mientras se reconstruía la parte del país empobrecida en bienes y capacidades, tan maltratada y sofocada por la maquinaria del totalitarismo comunista.
En suma, el final del muro, desmontado por los propios alemanes en circunstancias internacionales favorables, fue el inicio de un giro hacia el fortalecimiento democrático y la confirmación de la responsabilidad de Alemania en la construcción de su prosperidad y seguridad en y con Europa. Ese giro sigue exigiendo mucho esfuerzo, interior y exterior, para sostener el mejor balance posible entre eficiencia económica y seguridad social, para mantener viva la confianza y educar en el valor de la democracia y sus instituciones.
Es mucho lo que nos atañe del viraje de Alemania, desde su especificidad y la nuestra, en prácticamente todas sus fases y dimensiones: los cambios en el entorno mundial, la pérdida de margen de maniobra internacional para el régimen opresor, la persistencia del afán de libertad de los alemanes y su disposición a manifestarla y, finalmente decisivo, la voluntad interior para emprender y atender la compleja reunificación, acompañada por el compromiso internacional de respetarla.