En el caos de los tiempos de la 4T, se presentan dos acontecimientos con efectos diametralmente opuestos casi el mismo día. Es quizás la huella de la casa. La Suprema Corte tumba la Ley de Seguridad Interior de Peña Nieto y Cienfuegos, por lo menos colocando un freno provisional y hacia futuro a la militarización del país. Pero López Obrador presenta un programa –habrá que ver si se vuelve algún día realidad– de seguridad y guerra contra el crimen organizado que, justamente, tiende a militarizar el país. Quién los entiende.
Me alegra la decisión de la Corte porque nunca me convencieron los argumentos a favor de esta ley o de cualquier otra en esta materia. Proteger a los militares que hubieran violado derechos humanos con un marco jurídico ex post me pareció siempre una pésima idea. Y nunca entendí por qué debíamos regular la intervención del ejército en la guerra de Peña y de Calderón contra el narco, cuando lo deseable era terminar con esa intervención, no perpetuarla mediante la legislación. A menos de que la decisión de la Corte, en su caso pactada con AMLO a cambio de pensiones y sueldos, no abra la puerta a otra ley, más militarista incluso que la del sexenio que termina.
Del plan de AMLO, sin que me quede del todo claro, me agrada el enfoque tácitamente centralista, aunque a muchos les preocupe por el cuento del federalismo. Da la impresión de suponer que las policías estatales y municipales no tienen remedio, ni lo tendrán: un reconocimiento que se agradece por realista y sensato. No hay manera de corregir ese desastre. Pero la solución propuesta me aterra.
Según se desprende de las declaraciones de AMLO y de su equipo, se creará una nueva fuerza –después de la Policía Federal de Zedillo, Fox y Calderón, y de la Gendarmería de Peña Nieto– inicialmente con los efectivos del ejército, la marina y la propia PF, y luego con reclutamiento adicional. Pero esa fuerza dependerá de un mando militar, y estará radicada en la Secretaría de la Defensa. Se trata exactamente del camino inverso de Chile, país modelo en materia de paz y seguridad en América Latina desde hace 29 años. Carabineros, la fuerza policiaca, nacional y militarizada, creada en 1927, perteneció al Ministerio de la Defensa –en manos de un civil desde el regreso de la democracia en 1989– hasta 2011, cuando fue reubicada en el Ministerio del Interior. Colocar a la única policía más o menos utilizable que teníamos en manos militares deja la peor de las impresiones, dentro y fuera del país. Sé que no se acostumbra decirlo, pero premiar a las fuerzas armadas por la “gran” labor realizada desde 2006 en materia de guerra contra el narco no me tranquiliza.
Además, veo dos debilidades en el esquema. El primero es que no se nota la diferencia con el proyecto de Calderón y EPN, solo un instrumento diferente para ponerlo en práctica. Y ni siquiera es diferente: si entiendo bien, solo les cambiarán el uniforme (ya fue cambiado de gris a azul marino) a los integrantes de la Guardia Nacional. Salvo la elíptica mención a la posible legalización de la mariguana –la cual aplaudo– no veo la diferencia de enfoque. En segundo término, como lo comentaron Alejandro Hope y varios más, se viola la regla mexicana y del mundo entero: amistad que no se refleja en la nómina no es amistad. El programa no contempla ningún ingrediente presupuestal, o sea, que procurarán hacer más con lo mismo. Ya sabemos cómo termina eso.
Saludo la franqueza de López Obrador: esto es lo que se puede, y no es ideal. Los instrumentos de Estado existentes no funcionan, solo queda el ejército. La pregunta es si en 2024 su sucesor no se verá obligado a reconocer lo mismo, ya que AMLO procedió de la misma manera que sus tres predecesores.