El cine entendió, finalmente, que el Diablo al igual que Dios no es un personaje. ¡Es una atmósfera, una resonancia, un misterio! En las pantallas cinematográficas, Dios se manifiesta a través de los ángeles; el Demonio, cuyo apellido es Legión, se hace representar por sus enviados, miembros de su corte infernal. ¡El cine ha logrado preservar las respectivas esferas personales de tan augustas figura de la luz y del Bien; del Mal y de la oscuridad!
A través del mito de Fausto o a lo largo de toda una serie de películas sobre la Edad Media o sobre la vida cotidiana en los siglos XVII o XVIII, el cine logró una visión más o menos adecuada aunque variable de quién es el Diablo. Sabemos que en edades más cercanas fue nazi en Les visiteurs du soir, de Marcel Carné, 1942, y monstruo aterrador en todas las películas en las que se cumplen siniestras profecías. Pero en ninguna de ellas ejerce el papel principal. Siempre son sus enviados, seres híbridos, monstruos, semidemonios. ¡Él es algo más que un actor disfrazado de Diablo! Él es el clima, el horror desatado, la ráfaga maligna. Más que un personaje, Él es la esencia de la crueldad, la maquinación perversa y el infierno de cualquier vida desajustada.
El cine se ha empeñado en resolver con evidente facilidad el eterno conflicto entre el Bien y el Mal a través de películas en las que luchan monstruos y criaturas angelicales. Enfrentamientos que por su truculencia no cautivan o convencen a nadie; películas marcadas por un repugnante deleite: insectos que emergen desde las cuencas de los ojos; monstruos transformados en enjambres de moscas, machos cabríos que acechan en un infierno convencional.
En todo caso puedo afirmar que, fuera del cine, alcancé el privilegio de ver a Satanás personificado en un pariente mío irreverente y prevaricador que entró en la pequeña iglesia de las Siervas erigida por Erasmo Calvani entre las esquinas de Glorieta y Hospital. Allí, las monjas permanecen en oración perpetua y se las ve rezar en grupos que se turnan amparadas por la misteriosa penumbra de la iglesia y protegidas por una bien torneada celosía que las separa de los feligreses.
Mi pariente, a quien llamaré BO, se acercó al extremo derecho de la celosía y desde allí comenzó a llamar la atención de una de las monjas más cercanas susurrando tentaciones y esbozándole paraísos de amor: “¡Sal de allí y vente conmigo! ¡Vive la verdadera vida junto mí!”. Sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo en aquel lugar de recogimiento escuché las insinuaciones y sentí pasmo y escalofrío al descubrir que BO era el mismo Demonio que tentó a Cristo en el desierto. La sierva y adoratriz perpetua tuvo que experimentar el terror de saberse tentada por el propio Lucifer. Con absoluta certeza ella y yo podemos decir que vimos y escuchamos al Maligno; que por un momento el infierno se aproximó a ella y que las garras de Belcebú trataron de asirla brutalmente. Que no era ninguno de sus enviados aquel monstruo que la tentaba con palabras de elocuente lubricidad sino el propio Ángel del Mal.
Al ver a BO protagonizando aquel malaventurado e imprevisto asedio logré disuadirlo y salimos a la calle cegados por la blanca e intensa luz de la tarde y vi que, en efecto, con una imborrable sonrisa de satisfacción en sus labios BO ¡era el Diablo, perverso y socarrón! Lo que me obsesiona, todavía hoy y posiblemente nunca llegaré a entender, es si aquel momento fue de gloriosa admiración por haber visto al Príncipe de la Noche en acción o si, por el contrario, lo fue de inmensa desolación y desamparo por haberlo visto atormentar despiadadamente a una de las inocentes y perpetuas adoradoras de su eterno enemigo.