La experiencia latinoamericana –así la recogen nuestros textos constitucionales desde el nacimiento de la república– plantea el ejercicio del voto como procedimiento, directo o indirecto, condicionado o no, censitario o no, para designar autoridades en sus diversas instancias. No se obvia, pero incluso se simula, en los largos períodos regidos por el autoritarismo, por el caudillismo, uniformado o no. De modo que, votar bajo dictaduras en nada refuerza el quehacer ciudadano, ni favorece la libertad.
La puerta de entrada a la democracia es el ejercicio del voto cuando implica elegir, decidir, pronunciarse razonadamente entre alternativas reales y democráticas. No se ingresa a la democracia allí donde el voto como medio se desfigura en su propósito o sirve para liquidar de raíz el principio de la alternabilidad: vertebral a la misma democracia. Hacer las maletas y recoger los escritorios para abandonar los gobiernos o parlamentos, también la dirección de los partidos, es la prueba de fuego de un verdadero demócrata.
Eso lo entienden nuestros “padres fundadores” más recientes. Me refiero, en el caso de Venezuela, a Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, hacedores del Pacto de Puntofijo; a Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez, en el caso Colombia, forjadores del Frente Nacional; o a Jorge Alessandri, Eduardo Frei Montalva, e incluso Salvador Allende, en Chile, paradigmas de alternabilidad ideológica hasta que este tira por la borda la tradición democrática.
Sobre la realidad de las dictaduras dominantes en la región, proscrita la elección libre de los gobernantes, el empeño de aquellos – como consta en la Declaración de Santiago de 1959– es recordar que la democracia, para ser tal, implica respeto de la persona humana, vigencia cabal del Estado de Derecho, separación de poderes, libertad de asociación política y de expresión y de prensa, entre otros estándares hoy confirmados por la Carta Democrática Interamericana de 2001. En suma, la democracia es derecho a elegir y decidir democráticamente, no solo votar.
Es por ausencia de contexto democrático que la comunidad internacional ha declarado que no reconocerá el acto electoral convocado en Venezuela para el 20 de mayo por una asamblea constituyente dictatorial, originada en la negación del principio del voto universal, directo y secreto, y que pretende un ejercicio fraudulento del voto para la escogencia del presidente de la República.
Distintos argumentos, falaces, esgrimen ahora algunos actores “democráticos” venidos del siglo XX, quienes arguyen, para acompañar a la dictadura en su sainete, la falta de otra alternativa; o señalan que la dictaduras nuestras o próximas han salido a través de los votos. Son ellos responsables de sus juicios al respecto y no soy yo quien para reprochárselos. Pero disiento, aquí sí, éticamente, desde mi perspectiva.
Un demócrata no puede excusar su mala decisión en la falta de opciones a la vista; pues ello equivale tanto como a decir que comparte violar la Constitución mientras llega el momento de la legalidad. Abstenerse, devolver con la abstención un mensaje pedagógico ante la opinión, es lo correcto. Es hablar con el silencio, afirmaría mi apreciado condiscípulo Edgar Cherubini. Es decir que se quiere votar, pero no así. Y esa es una decisión democrática, eminente, que realza el ser y la dignidad de la persona.
Que se vote en dictadura como supuesto hábito de libertad o protesta, apenas revela mediocridad democrática; que le conviene tanto a las dictaduras como a quienes hacen de los partidos políticos cárceles de ciudadanía.
Es eso lo que tanto se cuestiona por quienes, habiendo madurado democráticamente, acusan la falta de calidad de la democracia. No admiten el reduccionismo democrático o la democracia instantánea, la de usa y tire, en la que cada uno o cada cual se desprende de sus responsabilidades en un instante para entregárselas a otros: gitanos de la política, que ofrecen en remate ejercer por nosotros el “cesarismo democrático” y hasta mudan de partidos por razones de oportunidad.
En fin, decir que se ha de votar porque a través del voto se cambian las dictaduras es una falsificación de la historia. Los regímenes militares en América Latina han abandonado el poder cuando se resquebrajan por dentro, cuando comprenden la inviabilidad de sostenerse, y al término –privando la “visión institucional”– cuando de manos de algunos de sus miembros se facilita, al efecto, la “salida” electoral.
Lo inédito, lo distinto en Venezuela y en Nicaragua, sin embargo, es que asociaciones criminales –no las Fuerzas Armadas– han secuestrado la maquinaria de sus Estados, incluyendo a militares y políticos, para la ejecución de sus felonías, en especial la del narcotráfico y el lavado de dineros producto de la corrupción.
Es una insensatez, por ende, exigir sindéresis o razonable unidad a la oposición democrática, como lo hacen algunos gobernantes extranjeros incapaces ellos mismos de avenirse sobre medidas comunes para ponerle término a la narco-dictadura-terrorista-militarista imperante en Venezuela. Aquella se encuentra bajo secuestro, es víctima de represión y chantajes, proclive a rendirse y también a inmolarse. ¿Se lo exigirían a los cubanos o a los norcoreanos?
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