De nuevo se empieza a hablar de diálogo como si estuviéramos en una sociedad dialogante o por lo menos abierta a la posibilidad de diálogo. Ciertamente hay sociedades, grupos, naciones, dentro de las cuales siempre es posible dialogar. Son aquellas en las que quienes las componen tienen ante todo voluntad abiertamente sincera y transparente de compartir y confrontar sin reticencias ideas, visiones del mundo, inseguridades y también certezas pero sobre las cuales son capaces de tender un velo de duda para coincidir con los demás en acuerdos comunes cuando un bien superior lo exige. A estas alturas del proceso político venezolano, creo que para todos los que estamos, querámoslo o no, implicados en él, se nos presenta con mucha claridad que estas condiciones esenciales para que exista ni siquiera remotamente esa posibilidad no asoman por ningún lado. Sé muy bien que no estoy diciendo nada nuevo, pero me parece necesario insistir en esto pues más de uno de los que fungen como actores de eso que se llama la oposición parece no tenerlo en cuenta. No quiero dudar de su buena voluntad, aunque me resulta difícil, pero es evidente que lo único que genera en mucha parte de nuestra sociedad no puede ser sino confusión mental en las personas e incertidumbre social. ¿Vamos a seguir en lo mismo?, es la pregunta que la mayoría de los venezolanos nos hacemos. Y no solo los intelectuales y los que forman parte de los partidos y en general de los movimientos que tienen directamente que ver con la política, sino la gente del pueblo más sencillo y no tan ignorante o ajeno a ella como muchos pretenden.
Está claro que el supuesto diálogo sería entre los dos grupos en los que se divide hoy Venezuela: los que están de acuerdo con el régimen (y sería bueno que no habláramos simplemente de gobierno o dictadura sino de régimen totalitario) y quieren mantenerlo firmemente contra viento y marea, y los que disentimos radicalmente de él en nombre de todo lo que lo niega, esto es, de la democracia. En ninguno de estos dos grandes grupos es posible la apertura al diálogo. Es un problema de ser, no simplemente de querer. Son esencialidades absolutamente otras entre sí. Todo lo demás, incluso una simple conversación sobre el tema, no puede ser sino falso, esto es, querer ocupar el tiempo en fantasías y farsas, o peor aún, en lo que al régimen le conviene, y que tanto se ha dicho, en ganar tiempo y engañar al otro.
La sincera democracia nos exige vivir en la verdad. Solo viviendo en la verdad seremos libres. Vaya delante la palabra del Evangelio.
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