Tras dos décadas de gobierno revolucionario en Venezuela, la llamada revolución bolivariana, zamorana, chavista y antimperialista ha entrado en vertiginoso proceso de declive y con ello preludia el inexorable ocaso de sus soleados y otrora luminosos días de gloria porvenirista. ¿Quién iba a imaginarlo? Una rasante mirada a la Venezuela de hace veinte años, comparativamente con el trágico desastre en que se encuentra subsumida la otrora nación saudita hoy en día. A poco que coteje usted la Venezuela del “ta’ barato, dame dos” del nunca suficientemente denostado gobierno democrático de Carlos Andrés Pérez, es imposible encontrar algún punto de comparación en cualquier orden o ámbito de la vida nacional.
La revolución socialista de raigambre bolivariana en veinte años de continuas y sistemáticas (metódicas) expropiaciones y estatizaciones amparadas en ardides y vulgares estratagemas seudojurídicas, obviamente inconstitucionales, destruyó el poder adquisitivo de la moneda nacional hasta el punto de resemantizar su denominación trocando la entidad nominativa del bolívar en un inexplicable y carente de sentido bolívar “soberano” a su vez anclado en una gaseosa y evanescente moneda virtual ritualmente llamada “petro” cuyo nombre etimológicamente asociado a prácticas de brujería vudú (léase, origen histórico del étimos de la palabra petro).
El primus inter pares amenaza con aplicarle el delito de traición a la patria a todo connacional que ose apoyar la Declaración de Lima incurriendo flagrantemente en violación de la carta magna que consagra el derecho a la libertad de opinión, de expresión y de conciencia. No repara en dicterios y anatemas lanzados urbi et orbi contra presidentes de naciones que integran el sistema hemisférico latinoamericano; al presidente colombiano Iván Duque le endilga el adjetivo de “pelele del imperio”, al primer mandatario argentino Mauricio Macri le tilda de “demacrado Macri”, al presidente de Brasil Jair Bolsonaro le califica de “loco de la cabeza”, y así sucesivamente en una vertiginosa andanada de calificaciones non sanctas hace tabula rasa y no deja, como suele decirse en jerga coloquial, “títere con cabeza”. Obviamente, cada vez que “el ilegítimo” arremete con dignatarios regionales y de allende los mares (como ocurrió con el presidente español Mariano Rajoy) los más elementales modos y modales de compostura de estricta y rigurosa observancia por parte de un primer mandatario nacional van a parar al vertedero de la basura.
Recuérdese que la palabra que ensucia la boca en su pronunciación termina indefectiblemente enlodando el espíritu. Evidentemente tal debe ser, sin dudas, el caso del “usurpador”. La pobrecía del espíritu revela la menesterosidad del lenguaje, y la precariedad de este es la medida de la dimensión del mundo del sujeto parlante. Tengo para mí que la lingüisticidad lexicográfica del “ilegítimo” refleja en su exacta medida la ruindad de una cabeza que solo es capaz de alojar vocablos de la más baja ralea y de la lamentable estofa. La lengua del mandante, dependiendo de su correcto o incorrecto uso, puede ennoblecer o envilecer el cargo que se ostenta. ¿Quieres destruir los cimientos de una nación? Destrúyele su lengua. No se diga más.