Las últimas dos semanas han dado de qué hablar sobre Venezuela. Nuestro país, su circunstancia, parece digna de un thriller de acción. Y todo el mundo habla de ello. Son tantos los hechos desencadenados a raíz de la juramentación de Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela que se hace difícil condensar en unas cuantas líneas el torbellino de reacciones, expectativas y respuestas que dicho hecho histórico trajo consigo.
Hay un elemento, sin embargo, sobre el cual quisiéramos destinar nuestra columna de esta semana: la relevancia que tiene Venezuela para la civilización occidental, y por qué quienes no comparten las premisas civilizadoras de Occidente se empeñan en tergiversar lo que sucede en el país, a los fines de seguir sosteniendo la dinámica premoderna que caracteriza al poder fáctico que hoy detenta Nicolás Maduro.
Con el mayor de los descaros una cantidad significativa de activistas se empeñan en plantear, de forma reiterada, que lo que sucede en Venezuela es un golpe de Estado, toda vez que Juan Guaidó se “autoproclamó” como presidente de la República, y que por ello carecería de legitimidad. Para nuestra sorpresa, ese planteamiento no ha sido solo bien recibido por círculos de la izquierda tradicional, sino también por un ala del pensamiento libertario, cuyos postulados en muchos aspectos solemos compartir.
Señalan los libertarios que ningún Estado debiera intervenir en Venezuela puesto que ello implicaría la intromisión en un asunto que no les compete y, adicionalmente, la asignación de recursos económicos a una tarea que poco o nada guarda relación con los asuntos de un Estado extranjero. Dicho esto, pudiera pensarse que la suma de estos argumentos traería consigo la premisa según la cual los venezolanos debieran, por una parte, reconocer a Nicolás Maduro como presidente, y, por la otra, que la solución a sus problemas y circunstancias, si es que debe darse, no corresponde a terceros Estados sino a los propios venezolanos por sí solos.
La evidencia de los hechos, sin embargo, hace correr los argumentos en otro sentido. Existen suficientes fundamentos para pensar que el presidente Guaidó lejos está de ser una autoridad de facto, y que muy por el contrario ha hecho todo lo que está a su alcance para que su autoridad se adecue al Estado de Derecho. Por el contrario, han sido los voceros del socialismo del siglo XXI quienes han señalado, en no pocas ocasiones, que el “derecho” no es más que una creación burguesa para dominar a los desposeídos y proletarios. De forma tal que no es el ala que aboga por la transición hacia una democracia liberal donde se consigue un profundo desprecio por lo jurídico, la razón y la ley, o la visión del derecho desde un punto de vista estrictamente utilitario o acomodaticio.
En el mismo sentido, se constata la imperativa necesidad que tiene Venezuela de recibir asistencia internacional para superar su delicada circunstancia. En un Estado fallido, cuyas instituciones se encuentran secuestradas y debilitadas por las fuerzas de la premodernidad, es cuando menos hipócrita plantear que los venezolanos, diezmados y en desventaja, puedan hacerle frente a un régimen que es capaz de mantenerse en el poder a cualquier costo a los fines de llevar a la práctica el socialismo real, con su correspondiente dosis de miseria, pobreza, éxodo y desesperanza.
De forma tal que quienes detentan el poder de facto hoy día en Venezuela se empeñan en representar todo lo que es manifiestamente antioccidental. Barbarie, despotismo, irracionalidad, tribalismo, irrespeto al Estado de Derecho. El país está secuestrado, y quienes tienen las herramientas para poder reivindicar el legado occidental son conscientes de que no pueden permanecer indiferentes ante tal circunstancia, puesto que les pesará en lo moral, en lo económico y, finalmente, en su entorno geopolítico. Ya lo dijo bien Ronald Reagan: “La libertad no está a más de una generación de extinguirse. No se la transmitimos a nuestros hijos a través de la sangre. Debemos luchar, protegerla y entregársela a ellos para que hagan lo mismo”.
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