Finalizada la Primera Guerra Mundial en 1918 la civilización occidental más avanzada y compleja entró en una etapa de desconcierto y duda existencial sobre su propio futuro, en el que hasta 1914 creía dirigido hacia la infinitud del progreso. Fue en ese contexto en el que aparecieron obras marcadoras como La decadencia de occidente de Oswald Spengler, que en octubre estará cumpliendo 100 años de su primera publicación, como también La montaña mágica de Thomas Mann. Sobre todo ello, nos recuerda la importancia de su relativa e incompleta vigencia un excelente trabajo del profesor Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, publicado recientemente en la edición dominical de opinión del diario El País de Madrid, el pasado 26 de agosto (página 11). Allí rescata la vigencia parcial de aquellas obras de desasosiego colectivo en un nuevo concepto muy acertado, al que denomina la “Fatiga civilizatoria” de nuestros tiempos contemporáneos.
Por una parte, Vallespín declara la obsolescencia de aquel desasosiego colectivo expresado por sus élites pensantes y nos remonta a evaluar los resultados cien años más tarde: “Hace un siglo se proclamó nuestro declive, y aquí seguimos. Eso sí infinitamente más ricos que entonces. Y más viejos, lo cual no es del todo malo”, pero, por otra parte, el autor revela que vivimos una nueva era de desconcierto a comienzos de este siglo XXI. Después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, resultado del triunfo parcial de modelos como el nazismo y el comunismo estalinista, derrotado por el racionalismo liberal, nos queda hoy el resultado de una creciente globalización del modelo del Estado-nación y de una racionalidad instrumental tecnológica y consumista, quedando rezagados los valores de la democracia y los derechos humanos. Todo ello permite observar una reaparición de factores de poder “nacionalistas-populistas” que pretenden imponer “la comunidad mítica mediante el terror y la violencia”.
Estando estos meses de verano con mi familia en Lisboa, Cataluña y Canarias, he podido observar este desasosiego entre muchos venezolanos emigrados y europeos desconcertados por la situación de Venezuela. También entre los editoriales y la prensa más calificada, en Internet y los medios audiovisuales masivos. Nadie termina de entender cómo pasamos de ser un país rico y democrático a un sistema de miseria y terror del que la gente migra desesperadamente. A muchos se les olvida las bases profundas de nuestra cultura y nuestra sociedad que, independientemente de las malas acciones del régimen de gobierno y su correspondiente oposición, son capaces de generar situaciones tan adversas y no aprovechar racionalmente los recursos de los llamados buenos tiempos de Venezuela, entre las décadas de 1960 y 1970. Estamos montados sobre las bases de esa misma civilización fatigada, aunque nos toca la parte menos favorecida de la distribución mundial de la riqueza, como a muchos sectores de África y Asia. Tal vez por ello los venezolanos subestimaron los valores de la democracia y los derechos humanos, y votaron en masa por las ofertas del populismo y por un sistema parasitario de distribución de bienes y servicios que se podía agotar en cualquier momento al mermar la renta petrolera. Solo nos queda mirar al futuro con la racionalidad crítica necesaria de conocer el pasado, o permanecer en el desconcierto de una sociedad fallida que alguna vez tuvo la felicidad, la abundancia y la libertad hasta para los intolerantes de aquellos tiempos.