No se tienen dudas de la enorme catástrofe que atraviesa Venezuela. Una catástrofe de magnitudes siderales, que conecta a lo largo y ancho a todo el país. El tamaño de la hecatombe es tal que su impacto ha repercutido fuera de nuestras fronteras. El socialismo venezolano trascendió lo local para convertirse en un problema global.
Hasta allí no tenemos novedad alguna. La circunstancia ahora es otra. Con la llegada de Guaidó en su condición de presidente provisional de Venezuela surgen un conjunto de inquietudes sobre cómo facilitar el proceso de transición hacia la democracia. Sobre ello no hay certezas absolutas. Tampoco existe un manual que diga cómo se debe abordar empíricamente la situación venezolana. Se pueden tomar como referencias circunstancias históricas de otros países que ayuden a dar luces, pero, inexorablemente, siempre habrá aspectos que no terminen de encajar en nuestra realidad. Circunstancias imperfectas, proyecciones no previstas.
Lo cierto del caso es que se debe hacer todo lo posible por minimizar el margen de error, mitigar, allí donde sea posible, las variables que inexorablemente nos conduzcan a obstaculizar el tránsito hacia una democracia liberal. Por ello, consideramos vital que nuestra clase política no pierda de vista cuáles son los hechos realmente relevantes dentro de esta coyuntura.
Indudablemente, el llamado al cese a la usurpación es la mayor prioridad. Sin ella no hay posibilidad de cambio alguno, y con ello el socialismo real seguirá haciendo de las suyas en Venezuela. Ahora bien, con el objeto de garantizar el fin del régimen de Maduro, ¿cuántas concesiones está dispuesta a hacer la coalición opositora liderada por Guaidó? En otras palabras, ¿cuánto socialismo y cuánto del ancien régime se está dispuesto a tolerar para culminar de una vez por todas esta etapa oscura de nuestra historia republicana?
El tema no es menor. La ciudadanía demanda un cambio verdadero, sustancial. No un simple arreglo de fachada con caras nuevas. El cambio estructural requiere, por ende, de una modificación profunda de los modos y maneras en los que se ha venido gobernando el país en las últimas décadas. Y ese cambio tiene que eliminar muchas cosas de raíz, más allá de lo cosmético y efectista.
De forma tal que el gobierno de Guaidó -llamémoslo coalición de gobierno opositora para ser más ecuánimes- tiene que hacer frente a no pocos obstáculos: hallar consenso y una suerte de punto medio -si es que existe- entre la impunidad y la justicia, tratar los casos de corrupción y malversación de fondos que pudieran llegar incluso a salpicar a algunos exponentes de la coalición opositora, y, al mismo tiempo, manejar asuntos mucho más complejos como la violación sistemática y continuada de los derechos humanos y posibles delitos de lesa humanidad. Sí, se podrá escrigrimir que los mismos no prescriben por mandato constitucional, pero nuestra historia política sugiere que el Estado de Derecho y la Constitución no han salido muy bien parados estos últimos años, y en un contexto de extremada debilidad institucional, pensamos que los incentivos no son los más óptimos para garantizar su efectividad sobre una solución más pragmática e inmediata en la visión de algunos políticos.
Pero más allá de esos aspectos, que ya son de por sí bastante complejos, hay otro tema que despierta preocupación. Hemos señalado en reiteradas ocasiones que el chavismo es, en todas sus variantes -originarias o derivadas- esencialmente, un proyecto premoderno, contrario a occidente y al legado de la razón. Partiendo de esta premisa, ¿es posible un chavismo que permita, por ejemplo, la existencia del libre mercado, la promoción de la empresa privada, la inexistencia de los controles, la supresión de la SUNDDE o de las subasticas DICOM? Bajo nuestro punto de vista, no.
Rehacer al país implicará enfrentarse a esos factores de incivilización y premodernidad. Ya suficientemente complicado será manejar las expectativas ciudadanas envenenadas de largas décadas de rentismo, estatismo y servidumbre, para también hacer frente a una eventual inclusión de ideas y actores chavistas en la construcción de un sistema de gobierno en el cual simplemente no creen, ni ideológicamente quieren sostener. Esta tal vez sea la gran paradoja de la democracia liberal. De allí que sea imperativo saber distinguir lo urgente de lo prioritario. Fácil decirlo. Otra cosa practicarlo.