COLUMNISTA

Unidad, mirando a la patria que sufre

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

La narcodictadura de Nicolás Maduro no deja de escandalizar. Con saña y sin clemencia traspasa la línea que separa no las democracias de las dictaduras, sino la civilidad de la barbarie.

La ejecución extrajudicial de disidentes, rendidos y ofreciendo entregarse, conocida como la masacre de El Junquito, señala que rama que no se le doblegue la cortará a machetazos, sin mediar palabras. No le basta la hambruna generalizada, que usa como mecanismo de control. No abandonará el poder sin hacer cenizas el país –lo dicen lo suyos–, y de allí el ejercicio por sus sicarios –el teniente Diosdado Cabello y el comisario Freddy Bernal– del terrorismo desde el Estado.

La convocatoria de elecciones presidenciales al margen de la Constitución, bajo el mismo esquema con el que hace elegir a su espuria constituyente “cubana” deja en la desnudez el proyecto narcocriminal que solo algunos ingenuos o escapistas creen poder doblegar negociando. Ni siquiera la adhesión a lo que se les imponga saciará al mal absoluto imperante en el Palacio de Miraflores. Oscar Pérez es el ejemplo.

El voto popular que le entregó a la oposición la mayoría calificada de la Asamblea Nacional en 2015 de nada sirvió. La narcodictadura le puso un candado. Ella no requiere de más confirmaciones ante el mundo. Al paso, esa experiencia hace mentís de la manipulación que vuelve como tesis a la mesa, el supuesto error de la abstención opositora en alguna pasada elección, permitiéndole al régimen quedarse durante un período con el gobierno parlamentario total.

Pero dejemos lo anecdótico atrás.

La historia no es causalidad. Cuando alguien pregunte ¿qué va a pasar en Venezuela?, cabe responderle que pasará algo si algo se hace y se mueve en el presente. No es hora para la brujería.

Jamás tendrá éxito, eso sí, una negociación sobre la salida del régimen si quienes lo enfrentan son incapaces de entenderse entre ellos mismos, al menos para compartir las desgracias solidariamente.

La unidad opositora, tal como llegó se fue. No tuvo otro cometido que el reparto de espacios de poder partidarios, dentro de una dictadura que es la negación del juego interpartidario. Ese disparate, por huérfano de narrativa o relato político convergente, se ha agotado, como era de esperarse. Lo señalan las encuestas, bajo el peso inevitable de la frustración, de la incapacidad política para hacer soñar otra vez a los venezolanos.

Así como el padre de este monstruo de mil cabezas hizo regresar las páginas de nuestra historia para forjar el infierno actual, para decirnos que seguimos en deuda con la sangre derramada por las espadas libertadoras, quienes intenten encontrar otro camino han de volver esas páginas mucho más atrás. Han de situarse en el tiempo cuando el joven Andrés Bello es testigo y cronista del nacimiento de nuestra identidad, antes de que otra acta de adopción nos desviase.

En su Manual del forastero, encuentro nombres, al voleo: José Vicente Unda, Andrés Narvarte, Miguel Peña, Cristóbal Mendoza, José María Vargas, Juan Germán Roscio, Pedro Gual, hombres de levita, universitarios. Ellos ven que los monarcas españoles, felones, se entregan a manos de Napoleón –como lo hace Chávez a Castro– y abandonan a su suerte al pueblo. Presencian junto a sus connacionales, los de allá y los de aquí, la disolución. Observan que el hambre y la violencia hacen estragos y estremecen la humanidad. Saben de la carnicería –el carnicero de entonces es Murad, sicario de Napoleón; ahora es Maduro– del 2 de mayo de 1808 en Madrid.

Todos a uno se separan de los negociadores de Bayona. Se organizan en Junta Suprema para superar la tiranía que sufriéramos durante los veinte años anteriores. “La Nación desunida de su Gobierno por odio y por desprecio: la Familia Real dividida; el suspirado Heredero del trono acusado, calumniado, y si posible fuera, envilecido: la fuerza pública dispersa y desorganizada: apurados los recursos”, rezan los documentos.

Los representantes de las partes de la nación, allá en Sevilla y después aquí en la Caracas de 1810, comprenden que lo esencial para sostener la lucha es que juntos “controviertan… los proyectos de reformas y de instituciones que deben presentarse a la sanción nacional… Vosotros que dedicados a la investigación de los principios sociales unís el amor de la humanidad con el amor a la Patria, y la instrucción con el celo, a vosotros toca esta empresa tan necesaria para el acierto”, se dicen.

Se comprende, pues, la importancia de la narrativa compartida, de un relato que ofrezca esperanza, lejos de las ambiciones o las medianías. Aquí declaramos la Independencia y forjamos nuestra primera Constitución democrática, en 1811. Allá surge la Pepa, en 1812, la primera Constitución liberal europea. La historia se corta luego por un largo trecho, aquí y allá, cuando la traición hace de las suyas, pero ese es otro asunto.

Al pensar en el siglo XXI que aún espera por nosotros y miremos hacia atrás, constatemos que antes de que el color rojo se impusiese como fatalidad, quienes construyen nuestra identidad, olvidada y perdida, son hombres que se entienden alrededor de razones, teniendo la patria adolorida como lo primero. No la dividen en una mesa de azar, menos con rufianes.

Hagámosles honor a nuestros padres fundadores, en esta hora de luto nacional e incertidumbre.

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