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Font con John Wallace Alamby frente al Unicorn en Rodney Bay
“El Unicornio Azul ayer se me perdió…” Silvio Rodríguez
—Tengo una propuesta irrecusable para ti–, me dijo John W. Alamby, uno de nuestros queridos amigos de Santa Lucía, en el Caribe Oriental, la perla de una de las islas prodigiosas de Barlovento en las Antillas anglófonas. —Conozco la atracción que te despiertan los veleros y toda suerte de arreos marítimos. Y aunque no seas hombre de mar, considero que eres la persona indicada para hacerte con una joya-.
John Lawrence Alamby no terminaba de desembuchar. Disfrutaba introduciendo suspenso a una propuesta que se revelaría prodigiosa en el imaginario mío, además de desplegar generosidad en extremo.
—Mira, acabo de adquirir una compañía constructora y en los activos venía un barco a vela. Claro que no es cualquier embarcación. Tiene un pedigree considerable. Su vocación de cabotaje, primero en los países nórdicos y luego en el Caribe, ha ido cambiando con el paso del tiempo, y originalmente se llamó Lyra.
No quise interrumpir ese discurso que mezclaba por igual elementos históricos con un misterio poco común; me sorprendía sobremanera que John estuviera tratando un tema de reminiscencias literarias a la manera de Conrad y ya rememorando nuestra tradición casera, de un modo que hubiera fascinado al gran poeta colombiano Alvaro Mútis, creador del entrañable personaje que fue Maqroll el Gaviero. No obstante mi azorado silencio, reflexioné en un dato de sobra conocido: en la férrea tradición de los armadores no se le cambia el nombre a un navío, so pena de convocar un “mal fario”, una mala fortuna que en nuestro caso llegó más tarde.
Además, continuaba mi corpulento amigo oriundo de Barbados, pero avecindado en la isla donde nació Josefina, la mujer de Napoleón.
—Lo que estoy a punto de proponerte posee también una relevancia cinematográfica. El barco en cuestión ha sido rentado en varias ocasiones como set para la filmación de dos célebres producciones; la primera, como navío negrero y la segunda como galeón de piratas.
A esas alturas nuestra conversación ya transpiraba en una atmósfera surrealista. Yo me preguntaba porque bellas artimañas del destino estaba siendo yo objeto de un ofrecimiento descabellado. Y recordaba aquella máxima que recomienda no desear algo en demasía, so pena de llegar a cumplirse lo anhelado. Aunque debo precisar que hasta ese momento de mi vida tan solo había codiciado hacerme de una pequeña barca.
-Mira- finalmente concluyó Alamby -se trata de un barco que tu conoces en carne y hueso, por no decir en mástiles y velas. Lo has visto surcar nuestras aguas con turistas que navegan hasta los Pitones en la Soufriėre. El barco que te ofrezco comprar es nada menos que el “UNICORN”, el que aparece en la premiada serie de televisión “Roots”, y en las películas protagonizadas por Johnny Deep, “Piratas del Caribe”. Y continuó diciendo -Te lo vendo en una cifra simbólica, ni siquiera en lo que te costaría una camioneta Nissan nueva. Tienes tres meses para pensarlo. Eso sí, hay que invertirle algo. Aunque los velámenes están en condiciones de navegación, la sala de máquinas requiere una profunda revisión mecánica y habrá que cambiar algunas piezas del maderamen.-.
Alamby me proponía que adquiriera una pieza de museo flotante. Un artefacto enorme, con una vida y vocaciones múltiples. Yo no tenia ahorrado ese dinero (precio ridículo para un barco con esa envergadura, de 45 metros de proa a popa, 28 metros de manga y de 190 toneladas de peso). El también coloso de mi amigo isleño me metía en un brete, ofreciéndome, en una ganga, una suerte de galeón construido en Finlandia al acabar la Segunda Guerra Mundial. Propuestas de este tipo se convierten en una especie de Caballo de Troya. Uno termina por no sabe qué hacer con la posible materialización de un sueño de proporciones inabarcables.
Solo me quedaba consultar con la almohada que representan siempre la familia y algunos amigos. La mayoría tenían la cabeza en un mejor lugar de lo que estaba la mía frente a un ofrecimiento tan descomunal. Y claro, casi todos me aguaban la fiesta. Entre los verdaderos amigos, contados con los dedos de la mano (y no es trillado recurso retórico) solo el embajador venezolano Oscar Hernández (él sí, un experto navegante), se obnubiló tanto como yo. -Mira-, me dijo: -Si yo tuviera la mitad del dinero que te piden compartiría contigo el “Unicorn”. Solo el mascarón de proa, que reproduce al bello animal mítico vale el precio entero del barco en una simple subasta…-. Y tenía razón. Y no solo esa escultura monumental en bronce que rompía las tempestades antillanas. Solamente claraboyas y velas podrían alcanzar la suma entera que me pedía el encaminador de almas de mi buen amigo John por todo el navío.
La consulta final se extendió a una célebre figura a quien admiraba de modo mayúsculo por su genio literario portentoso y una sabiduría antillana que provenía de antepasados que surcaron mares turbulentos, el poeta y pintor Derek Walcott, Premio Nobel de Literatura, de quien no me canso de repetirlo, nos acogió a mi mujer y a mi con un talante más que amistoso, paternal.
Derek Walcott pulverizó, para bien, y lo veremos enseguida, el sueño guajiro, nunca mejor dicho. -¿Cómo movilizarás un buque que requiere de una docena de tripulantes para navegarlo? ¿Dónde lo vas a atracar, conoces el costo de los muelles? ¿Has calculado cuánto costará su mantenimiento? Y así, una lista de cuestionamientos, que parecían demasiado pragmáticos, proviniendo del autor del prodigioso texto poético de “Omeros”.
Tuve que ir bajando la testuz. Y solo atiné a formular una idea, con cierto contenido peregrino.
Se me ocurrió, le dije a Walcott, que bien podría adquirir un pequeño terrenito en la isla para que al llegar el tiempo de mi jubilación pudiera anclarme allí. Y expresé la idea completa: el Unicorn se trasladaría a ese dique seco, y mediante un ambicioso proyecto arquitectónico sentaría las bases de una residencia marítima que desplegaría su extraordinaria enjundia de estampa memorable de embarcación en tierra, como bien lo pudiera haber soñado Pablo Neruda con sus mascarones y barcarolas en Isla Negra.
El Unicorn jubilado también, rememorando su vocación histriónica y sus miles de millas marinas en una suerte de monumento de sí mismo.
A este otro desvarío Derek Walcott no puso demasiado énfasis contrario; se inscribía más en un espejismo fantástico que en una ensoñacion. Aún así, insistió en recordar que las condiciones del galeón seguirían exigiendo una reparación a fondo de sus añejos leños.
En resumen, agradecí a John, envalentonado con unas ginebras y agua tónica, la mágica moción que representaba haber pensado en mí para adueñarme de una Carabela reminiscente de mi oficio de viajero inveterado y con ancestros de varias generaciones de vocación migrante. A él no le quedó otra opción que convertir al Unicorn en una parte rentable de su empresa y transformarlo en un extraordinario restaurante y bar, anclado en la marina de Rodney Bay.
Y un buen día, no, un mal día mejor dicho, decidió enviarlo a sufrir su radical transformación al astillero de la isla vecina, la capital de San Vicente y las Granadinas.
De modo que el Unicorn efectuó lo que sería su última singladura y atravesó las corrientes tumultuosas de ese prodigioso mar de extrema belleza y crueldades infinitas. A punto de llegar a buen puerto, a unas cuantas millas de Kingstown, su mole de corsario invencible hizo aguas al chocar con la vulgaridad de un contenedor de transporte, y se fue a pique con pena y sin gloria. Me enteré de ello poco tiempo después. Y entonces sí, di infinitas gracias a los dioses griegos y a las deidades africanas, representadas por Iemanjá, por el sabio consejo paternal que había recibido, oportunamente, del genio que fue Derek Walcott.
El Unicorn escenificando Piratas del Caribe