COLUMNISTA

Una sombra entre las sombras

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

Tanto insiste la muerte en amedrentarme a esta avanzada edad mía que me aferro aún más a la vida y procuro ahuyentarla llenando de ilusiones los espacios vacíos que surgen en mi incierto camino.

Apoyado en el bastón no puedo ocultar el desconcierto y la desilusión que me produce la brutal y escueta definición del diccionario cuando invoca apenas su nombre o lo sepulta en el tremedal del olvido al afirmar que la muerte es la “cesación o término de la vida”, omitiendo o ignorando que en ella hay música y llanto; resplandores y tinieblas; vueltas y revueltas en las artes y en las literaturas de todos los tiempos. ¡No dudo que con ella se alcanza la paz!

Aparentemente, todo termina en ella: lo humano, las plantas, lo animal, las amistades y compromisos; hasta los sistemas políticos y las aberraciones totalitarias acaban en algún bunker berlinés o en la devastada Camboya de los jemeres rojos. Pero a veces, la muerte al acecho salta sobre los horrores que quieren permanecer y tratan de establecer lo perecedero. Por eso, el verdadero amor, pero también el desamor enfrentan sus propios desamparos y tratan con angustia de vencer al tiempo y a la muerte dejando testimonio de sus batallas en las más altas obras del ingenio y de la escritura, pero de igual manera en los abismos de los desencantos y de las pasiones. 

En Cien años de soledad, Gabriel García Márquez descubrió que existe otra muerte dentro de la muerte: Prudencio Aguilar, muerto en la gallera por la lanza que le atravesó la garganta, fue a Macondo a buscar a Juan Arcadio, el hombre que lo mató. “!Prudencio, exclamó Juan Arcadio, cómo has venido a parar tan lejos!” porque después de muchos años de muerte, era apremiante la necesidad de compañía y aterradora la proximidad de la otra muerte que existe dentro de la muerte. Lo había intuido antes Jean Cocteau cuando filmó Orfeo en 1950 porque allí la muerte (María Casares), enamorada del poeta entra y sale por los espejos para verlo dormir violando las normas que le prohíben amar a sus víctimas. Sometida a juicio en el inframundo por un tribunal incorruptible es condenada a una pena que se presume más terrible que la propia muerte que ella es. 

El “Gaudeamus igitur” que cantaban los muchachos alemanes en el siglo XVIII aconseja vivir alegremente mientras dura la edad juvenil porque la muerte suele avanzar veloz haciendo breve el tiempo de nuestras vidas. Entonces escribimos poemas cantando a la muerte sabiéndola lejana y suspiramos por la vida cuando sentimos próximo el final y la vemos acercarse, a veces sin portar el sudario o la guadaña como Penélope tejiendo la mortaja, pero con la mirada fija en nosotros.

La verdad es otra: se nace de lo que muere. El sol, muere en cada atardecer; pero revive en la aurora del próximo día, igual que la luna cuando renace de su propia disolución. Cada rito o ceremonia, cada muerte produce o anuncia una vida nueva; de allí que son muchos, hoy, os que sostienen que la muerte no existe porque es una prolongación de la vida en otra dimensión. 

Puede morir un determinado sistema político o una ideología solo si sufre una decisiva y contundente derrota. El nazismo fue derrotado; no es un ave fénix que renace de sus cenizas. Sabemos que asoman y hacen ruido aquí y allá algunas cabezas rapadas con la esvástica pintada en la frente, pero el sistema que activó el nacionalsocialismo alemán no prosperará nunca más. En cambio, el comunismo stalinista, el maoísmo chino y la abominación militarista venezolana no han muerto porque no han conocido la derrota. Mao Zedong o Josef Stalin no perecieron como Adolfo Hitler abrumado ante el fracaso y Juan Vicente Gómez, creador de la institución militar, en lugar de ser sepultado hondo murió en su cama en Maracay y fue despedido con honores de estadista. La muerte se le encimó a Hugo Chávez con trampas y escamoteos y le llegó en su hora a Fidel Castro. 

Los antiguos griegos la conocieron bajo el nombre de Tanatos (¡las funerarias se llaman tanatorios!), era hija de la Noche y hermana del Sueño y más lejos aún, en un tiempo que no se sabía tan antiguo por ser precisamente uno de los primeros tiempos del tiempo, se la consideraba como el lado oscuro de la Divinidad. Pero no puede evitar ser una sombra, nuestra sombra unida a nuestros cuerpos, fiel a nuestras personales visiones. Carece de sombra porque ella misma es la sombra. Solo ciertos muertos señalados por alguna fatalidad inmisericorde deambulan por la eternidad desprovistos de sombra como Drácula, el Voivoda o como el comandante insepulto, y permanece condenado a no ver su imagen reflejada en los espejos por donde transita la Muerte. Le ocurre, guardando las distancias, lo que a la mujer más amada en el último poema de Robert Desnos, escrito en el campo de concentración nazi de Terezin, en Checoslovaquia, donde iba a morir enfermo de tifus, pocos días después de ser liberado en 1945: el poeta la soñó tanto que ella terminó perdiendo su realidad y convirtiéndose en una sombra entre las sombras.