“Lo que una primera fundamentación erige, otra aguarda para subvertirla y obligar al tercer y redentor juicio que prescinda de ella. Nada es tan trágico, público, rígido e invulnerable que no pueda ser subsanado”.
El 1° de julio de 2002 comenzó a regir el Estatuto de Roma, documento magno que sustancia las acusaciones introducidas contra criminales explícitos en la Corte Penal Internacional. Fue suscrito-ratificado-adherido por 121 Estados, entre ellos todos los latinoamericanos. Quienes lo hayan leído saben que es violado, en grado de morbosidad, por gobiernos despóticos como los de Venezuela, Nicaragua y Bolivia sin que ese árbitro frene a la famosa Internacional del Crimen Político con Petrodólares Organizado por sediciosos de varios países (Icppo).
Lo más deleznable es que los ultrajadores aplican metodologías nazi-fascistas para imponer su voluntad asesina y perpetuarse en funciones de mando. Lo hacen orgullosos, con infinita petulancia e impunidad ante la mirada del mundo. Desafían, afirman no temer a dioses ni hombres y hasta son recibidos en el palacio del pontifex maximus, cómplice (por omisión-bendición) de sus atrocidades.
Para las personas que experimentamos toda clase de agresiones físicas o psíquicas, infligidas por mujeres y hombres bárbaros, carece de racionalidad la existencia de la Corte Penal Internacional que no huele ni hiede, aparte de ser sorda, muda y ciega. Es tan –obviamente– culpable de la permanencia en el poder de exterminadores de pueblos que –temprano– culminará enjuiciada y condenada por la opinión pública mundial. Sanción que no excederá el escarnio, lo cual lamento.
Es imperdonable que magistrados de una institución como la Corte Penal Internacional dejen transcurrir décadas para tomar decisiones contra arrogantes asesinos: para ellos la persecución, el confinamiento, la tortura y muerte de ciudadanos inocentes en países bajo yugo político no tiene la importancia del silencio o discrecionalidad conspirativa.
Nunca doblegaré mi espíritu irreverente porque lo deplorable no cesa, acaece al modo de conjura en perjuicio de quienes no somos hostiles y exaltamos la necesidad de increpar –sin tregua– a los hacedores de pesadillas. Más allá del sinsentido del conflicto apriorístico, los rebeldes somos instrumentos de la conciencia universal del bien. Es un pugilato sin descanso por cuanto los crueles no capitulan ni siquiera cuando les ofrecen absoluciones y medidas sustitutivas de ajusticiamiento o cárcel.
Los seres humanos hallaremos una forma de salir del túnel oscuro en el cual nos agredimos como si ello formase parte de un ritual de exterminio necesario, y donde el arbitraje es un tedioso ceremonial para mantener despistadas a criaturas de macabra experimentación.