Esta semana se instaló en Colombia, en el Palacio Presidencial, la Comisión de la Verdad, un subproducto de los acuerdos de La Habana con las FARC que debe funcionar durante tres años y que debería hacer una contribución al país en el sentido de desentrañar lo ocurrido durante el conflicto armado que protagonizaron los vecinos hermanos colombianos.

Esta Comisión de la Verdad no solo es un ente establecido con el propósito de presentar el libreto de lo que pasó durante ese medio siglo de violencia. El producto de sus investigaciones y deliberaciones será, en la medida en que ello sea posible, la verdad oficial del país sobre medio siglo de enfrentamientos, componendas, negociaciones, crímenes y muerte.

Poniendo al lado la utilidad histórica que ello pueda tener, ¿explicar a propios y a terceros lo que pasó y por qué pasó es realmente posible?

Ya existe otra instancia paralela creada dentro del marco de la Jurisdicción Especial de Paz que trata de establecer la verdad judicial para fines tales como la atribución de responsabilidades con imposición de sanciones. No hay que elucubrar mucho para imaginar el género de dificultades que ello es capaz de suscitar entre los actores del conflicto, ofensores y ofendidos, sobre todo cuando las dos partes se encuentran haciendo parte de realidades conceptuales, éticas y morales enfrentadas.

¿Puede existir objetividad e imparcialidad en los dos lados de esta ecuación?

Por ello, quienes defienden la existencia de esta instancia, sacerdotes de incuestionable moral y otras personalidades, tienen una tarea ciclópea frente a sí y deben hacerlo con una dedicación exclusiva, además de tener presencia en toda la geografía colombiana. Sus opiniones no podrán ser cuestionadas judicialmente, lo que agrega una carga de responsabilidad inmensa frente a los afectados por los crímenes de los grupos armados.

Le cuesta a uno, como venezolano, imaginarse si la sociedad colombiana, con medio siglo de sufrimiento y desolación a cuestas, va a ser capaz de aceptar las conclusiones de esta comisión o si lo considerarán un engendro más para tapar crímenes. Lo que sí es cierto es que la paz de un país no se fragua solo con el silencio de los fusiles y que es necesario que Colombia entera concuerde con el sentido que esta comisión de 11 cerebros le darán al drama que el país atravesó en su historia reciente. Falta saber si una vez sacramentalizada esta verdad, aún el actual presidente de Colombia debe ostentar premios como los otorgados por instancias internacionales de postín.

He recogido palabras de un colombiano para hacer un aporte a lo que hoy se piensa acerca de esta comisión y sus tareas. Jaime Jaramillo Panesso escribió esta semana en los medios colombianos: “Después de agua derramada, no hay quien la recoja. Durante cincuenta y más años, la violencia revolucionaria fue enfocada a derrocar el gobierno, a acabar con las estructuras del Estado, a reemplazar a los ciudadanos libres por militantes y milicianos fanáticos, a suplantar el trabajo productivo por el ocio o el paternalismo del partido único que se traga la plusvalía colectiva”.

En pocas palabras, no hay más verdad que la anterior. No pareciera tener sentido contar con dos verdades, una moral y una judicial, las dos deliberando al mismo tiempo por caminos separados. Porque, además, en aspectos y casos concretos, pudieran no coincidir entre ellas.

Al fin, el doliente será siempre el mismo, el colombiano de a pie, el indefenso, el olvidado de los gobiernos, aquel que nunca tuvo cómo defenderse de las atrocidades de los criminales perdonados a destiempo.  


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